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Intención de Voto

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Hoy llamaré Luis a un gran amigo mío para empezar este relato.
Mi amigo Luis se ha dedicado a la política de toda la vida. De hecho, estaba metido en el Partido Comunista antes de tener la edad requerida. 
Sus opiniones son como él: vehementes, testarudas, expresadas con pasión, a veces con aflicción. 
Luis hablaba de la necesidad de reformar la ley electoral, de la connivencia entre el PP y el PSOE o del secuestro de los medios de comunicación mucho antes de que esos temas se pusieran de moda. Es decir, mucho antes de la crisis.
La política no es la única de sus ocupaciones, pero le resta mucho tiempo, mucho esfuerzo y, sin duda, muchas ilusiones.
Ahí sigue, menudo cabezota es, y en las elecciones municipales de 2011, consiguió un puesto de concejal en el Ayuntamiento de su pueblo. 
Me emocioné con la noticia y lo vi como una recompensa a un trabajo durísimo en política de casi diez años. 
En ellos, Luis ha pasado por muchas cosas. Broncas y más broncas. Una noche, la policía lo detuvo y se lo llevó al calabozo. "Resistencia a la autoridad", dijeron. Estuvo dos días allí. Recuerdo verle las marcas de las esposas en sus muñecas. 
Nunca se lo contó a sus padres. 


Lo que más me intrigaba de Luis como político es su necesidad de que vencieran los suyos por encima de la posibilidad de que perdieran los otros. No se conformaba.
Dice que el día que el PSOE ganó en 2004 fue el peor día de su vida.
- ¿Por qué? - me preguntaba yo - echamos a Aznar.
Para él, fue, ante todo, el día del peor resultado de Izquierda Unida, destruida en la balanza bipartidista.
Mi amigo Luis consiguió la concejalía en las mismas jornadas donde la Puerta del Sol era escenario del movimiento de los indignados, previo a una victoria arrasante del Partido Popular en las elecciones. 
La semana anterior, las noticias y las redes se habían llenado con la necesidad de ir a Sol. 
Yo fui a Sol el día grande, pero antes, por la tarde, a primera hora, por curiosidad, a ver qué se respiraba antes de la "revolución". 
Y entonces vi el escenario. El verdadero escenario. Las cámaras colocadas en su sitio, todo a punto. Los eslóganes pegados en los cristales de la estación. Sus mensajes. Tan hermosos, tan ingenuos.


Muchos de mis amigos clamaron a la revolución durante esos días y animaron a desatar un interés por la política insólito en nuestra generación que, hasta entonces, se veía mejor sentada a largo y ancho de sus chaise longue. Ya no se tenía tanto dinero para consumir como antes, encontrar trabajo era casi imposible y la corrupción institucional parecía aceptada, tolerada, disculpada. 
Yo nunca fui a ninguna de esas manifestaciones, porque no me las creí. Detestaba que no se posicionaran. Aquello de "no somos izquierda ni derecha, somos los de abajo y vamos a por los de arriba". Era curioso. La gente se interesaba por la política, pero manifestaba un odio extremo a ella. ¿Qué problema había con decir que era un movimiento progresista? Olor a aficionado. 
La acampada de Sol estuvo instalada ahí, mucho después de las elecciones, y lucía como un cascarón enorme de casetas de campañas, una suerte de exposición de arte posmoderno, a cuya contemplación se paraban las abuelas y comentaban lo que veían, como si aquello fuera una pantalla.
Tenía muchas ganas de hablar con mi amigo Luis sobre el 15-M, porque sabía que opinaríamos de manera parecida. Me contó cómo había ido a una manifestación y, después, a una asamblea local.
Me dijo que en la manifestación se soltaban cosas como "Hay que echar al PP de Madrid" para luego decir "¡No vayan a votar!".
Cuando visitó la asamblea, la cosa era aún más loca. Se hablaba y, si sonaba bien lo expresado, en lugar de aplausos, se hacían gestos con las manos. Todos los gestos eran positivos hasta que habló Luis. "Yo opino que el movimiento debe politizarse", dijo. Los gestos fueron negativos para él. Luis se marchó y prefirió callar el ignorado hecho de que la mitad de los asistentes a la asamblea eran infiltrados del Ministerio del Interior...
Si el 15-M no fue lo esperado por los que depositaron la fe en él, hay que decir en su defensa que, al menos, motivó a la gente a dudar más y conformarse menos, especialmente en su relación con las instituciones.
El problema es la necesidad de la rapidez. Te envían un mensaje y tienes que posicionarte inmediatamente. La gente opina, opina mucho y opina mal. Sabe lo que siente, pero no sabe de lo que está hablando. Y eso ha sido fatal.
Aquel 2011, el Partido Popular también regresó al Gobierno central y se nos cayó el pelo durante los meses siguientes con una política de austeridad económica, dictada por la Unión Europea, que expresó los perfiles de la dudosa sociedad del bienestar en la que vivíamos. Todo era una ficción sostenida por un hilo.
Cuando el hilo se cortó, al suelo. Y cuando los que cortan ese hilo son implacables, relamidos y desagradables, el dolor de la caída es insufrible.


El desgaste del Partido Popular desde entonces ha sido inescapable y ellos, aunque no lo quieran aceptar, lo intuyeron cuando se subieron a ese barco hundido que era la gobernanza de un país en la quiebra. En las elecciones europeas, consiguieron cuatro millones de votos. Es un resultado ridículo para un partido tan poderoso, con tantas ramas por gran parte de la vida del país. Sólo con votarse a sí mismos alcanzan esos cuatro millones que, valga el dato, es un 1% de la población española.
La revelación de las elecciones europeas fue el partido Cenicienta, es decir, Podemos, que se hacía con la primera persona del plural y se beneficiaba enormemente de la influencia de la televisión. Nacía de los restos del movimiento indignado y parte de la misma propuesta de que todos pueden y deben participar en política.
Pedía regeneración democrática y su crecimiento exponencial - a estas alturas, los sondeos lo sitúan como la segunda fuerza política del país - es impresionante, sólo explicable porque han llegado en el momento justo. Venían a llenar el vacío.
Se sabía que quien llegara antes a ese espacio, tenía las llaves del reino en sus manos.


La ilusión de la gente por Podemos se tropezó con mi habitual escepticismo con estas cosas y aseguré que una cosa es ganar las elecciones y otra, detentar el poder. Pensé que a Pablo Iglesias se lo devorarían en cuestión de un buen montaje y dos titulares.
Pero los mandamases de este país no son como los de las series americanas y sí más bien cutres en sus procedimientos. No dejan de ser crueles, pero se les ve el plumero.
Y sus ataques han hecho más por su enemigo que por ellos mismos: lo han convertido en un héroe frente a su estulticia.
Sinceramente, yo no sabía quién era Pablo Iglesias antes de las elecciones, porque no veo la televisión. Cuando se lo nombraba, pensé que se refería al fundador del PSOE - que debe andar sollozando desde el otro mundo - hasta que el Facebook le puso cara y voz para mí. 
Ahí estaba, el señor de la coleta. Me suscitó curiosidad, aunque, como con Lena Dunham, no pude evitar pensar: "¿Por qué lleva el pelo así?".


Yo no veo la televisión, pero mi querida madre, sí.
Y hace unas semanas estaba viendo un debate de política horroroso que sólo con el sonido alienante que produce entendí por primera vez por qué mucha gente se abstiene de votar.
El debate era un combate entre una representante de Podemos y un representante del PP. Los dos, razonablemente jóvenes; los dos, muy de su partido
Parecían hablar en lenguas distintas y, a la vez, estar completamente sordos. Él aludía al totalitarismo, bajo unas cejas depiladas por su peor enemigo; ella, apuntando con el bolígrafo, soltó: "A ver, poder del pueblo contra el poder de la casta". Y se sonreía, complacida con lo que decía, bravo yo. 
Lo mejor fue inadvertido. La representante de Podemos le dijo a su oponente: "Os creéis que estamos aquí para fastidiaros y eso no es cierto". Ahí te quería ver bailar, amiga.
Porque la verdad es que muchos de los que votarán a Podemos lo harán para fastidiar al PP, para verlo humillado y por el suelo. Pocos se han molestado en leer el programa, en formar una opinión propia, en hacer las preguntas precisas o en descubrir la verdad tras la leyenda. A diferencia de mi amigo Luis, no quieren que gane nadie, quieren ver perder.
La aparición de Podemos, grupo político del que no dudo de sus buenas intenciones, está determinada por su consumo masivo. Llena el vacío, diciendo lo que la gente quiere oír en un foro ardiente. La televisión es su hábitat natural.


La pequeña pantalla, que queremos por muchos motivos, también es ese instrumento diseñado para pensar por ti y por todos. Ahí te lo sirven. El partido que habla más alto y dice las cuatro verdades. Se viste de cruzado y lucha con los dragones. Dice que es del pueblo, pero está contado para las masas. Ojo con el matiz. Y lo peor no es su discurso programático, atrapado en las palabras, sino su escalofriante novedad.
Que uno esté de acuerdo con lo que dicta Podemos es razonable, pero no decisivo. Que uno no esté de acuerdo con sus enemigos y calumniantes, no obliga a votarlos. La televisión, de nuevo, coloca en el ring. Elige bando, rápido, formula opinión, vota a la última sensación.
Muchos dicen que Podemos vende utopías. Yo creo que las recrea desde la simple sentimentalización de la política. ¿Alguien les puede preguntar si es posible a estas alturas de la película todo eso que propone? ¿Asaltarán el fortín realmente? ¿Pueden?
La intención la tendrán, pero no sabe dónde se están metiendo o, quizá, yo he visto muchos thrillers conspiranoicos. Esos donde llevan a un bienintencionado político a ver los purasangres de la casa de un ricachón y le dicen la verdad del mundo al oído, para que salga de allí hecho otra persona y con la agenda cambiada para siempre.
Lo que me lastima es que lo visto en televisión, ese debate entre gente que no se escucha, será el escenario de la política de este país en los próximos años. Podemos y el Partido Popular. No se pondrán de acuerdo jamás en nada. Y el juego de gobernar un pueblo y organizar un partido, my friends, está en ponerse de acuerdo. Que no es nada fácil. 
La propia estructuración de Podemos se está llenando de ese odio a la política tradicional que tienen sus seguidores. Todo asambleario, menos cargos, revisión continua.
El otro día dije en Facebook que si acaso cambiarían el nombre a Pudimos el día que ganaran las elecciones. Lo escribí para echarnos unas risas, pero una simpatizante quizá se quedó con mi intención subconsciente y me dijo que ese siempre sería su nombre, añadiendo que se habilitarían los medios para que siguiera siendo lo que pretende ser.
Una autovigilancia en pleno invierno del descontento. Les deseo suerte, porque la van a necesitar.
Las pretensiones de regeneración de la vida democrática de este país se están entendiendo desde su concepción televisiva. Es decir, se quieren rápido, ya y con sentimentalismo. Entiendo que haya urgencia, porque la cosa está muy mal, aunque si se quiere un cambio verdadero, las transformaciones pasan por un trabajo largo, estructural, meditado. Y, sobre todo, por gente que entienda de política y sepa de lo que habla.
No creo que todo el mundo pueda dedicarse a la política. ¿Ha ido alguien a un foro de ciudadanos? El nivel de chorradas que se dicen - algunas dichas por decir algo - excede los termómetros internacionales de la vergüenza ajena.
No hay que aborrecer de que se ocupen cargos o de que se elijan representantes, sino demandar que éstos sean inteligentes, hábiles y tengan la decencia de dimitir cuando no cumplan lo pactado. De que trabajen en política y la vivan. A ser posible, de toda la vida.
El otro día, mi amigo Luis me dijo:
- ¿No los irás a votar, verdad?
Y, no, no voy a votar a Podemos. 


Aviso que es terriblemente oscuro esto de aspirar a votar en lo que uno realmente cree y no en lo que los otros le piden. Se pierden simpatías, se ganan soledades y se vive en la desorientación cuando la televisión ya no piensa por mí.
¿Cuál es mi intención de voto?, se preguntarán.
¿La abstención?  Nunca, siempre habrá algún partido que se parezca de manera mediana a nuestras opiniones y sensibilidades. Sólo hay que leer los programas, mirar las fotos de sus representantes, desoír las bullas, pensar de manera individual. Tomar una decisión.
Vestirnos despacio, que tenemos prisa.

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