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Imitación Al Día

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Estoy enfermo, queridos, sin gravedad aparente, pero suficiente para que hoy no me vea capaz de escribir ningún post. Será la llegada del frío, será que mi garganta tenía ganas de rebelarse contra mí.
Así que dejamos este jueves con Bette Davis en cama y yo haré lo propio.
Volvemos el lunes, un beso para todos.

JM.

Russell Crowe

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He sido injusto con Russell Crowe durante mucho tiempo.
Creo que los medios de comunicación, también. Es decir, antes se veían las interpretaciones, luego se conocía a los actores. Ahora es al revés. La prensa cuenta que Crowe es un salvaje y equivocas la imagen concedida con el talento que está ahí, en las películas, lo que importa, lo que perdurará.
Supongo que en una época donde la noticia es tan inmediata como la imagen, un hombre tan barroco como Russell ha tenido las de perder. Bien se ha sabido que Russell Crowe es inabarcable en físico y carácter. 
Y somos frívolos, porque lo vemos gordo y entendemos que ha decaído. Nos llegan noticias de que es testarudo y difícil, y caemos en la trampa de aborrecerlo.
Exigimos ideales, sin ver con claridad, sin conocerlo en absoluto. Deseamos que sea un dechado de educación y saber estar, cuando no tiene porqué. Queremos que sea maromo siempre y obviamos que su nada ortodoxa fisonomía es lo que lo hace tan especial, tan cinematográfico, tan gran actor.



Leía un titular de cierta revista que aseguraba que Russell Crowe era el mejor actor del mundo. Yo también soy fan de las hipérboles y, aunque no me atreva a darle el primer puesto, - quizá el mejor actor del mundo sea otro, menos conocido y noticiable -, hoy sentencio que este hombre es oro puro.


Rastreando algunas de sus interpretaciones, más allá de su evidente atractivo como hombre, es cuando me he dado cuenta del desfase en valoraciones. 
Siempre que hablaba de él, citaba mi relación amor-odio con Russell, pero muy poco sobre su extraordinaria ductilidad y su asombrosa técnica interpretativa, que se encaramaba por encima de la irregular calidad de las películas donde ha intervenido.


Sé que hablar de estas cosas no está muy de moda, pero no está de más recordar que Russell es una joya que vamos a perder en primeras líneas, al ritmo que Hollywood lo está relegando o, más bien, relativizando.
Crowe tiene cuarenta y nueve años y no dará nunca más la imagen atlética blockbuster para seguir corriendo detrás de los malos o clamar por la gloria de Roma. Ahora toca hacer del segundo de a bordo, de antagonista, de padre. 
Será un placer, en todo caso, porque lo hace bien. Y librarse de las exigencias de los leading men significa hacerle un favor.


Quedarían papeles y sueños por abordar, esos que debería protagonizar Russell, que, como hemos dicho, merecería gloriosas películas como tuvieron otros actores enormes de pesada respiración y perfecta intuición, estilo Marlon Brando o Rod Steiger. 
Pero ya sabemos que el cine comercial estadounidense está apúntandose el tanto de llenarse de basura con tal de arrasar el fin de semana y propiciar secuela.
Valga el ejemplo de cómo coloca a Crowe en la abominable "Man Of Steel" a pronunciar unas líneas de diálogo que podrían venir escritas en el más barato de los rollos de papel higiénico. Él lo ha hecho porque hereda el papel de Brando y, de paso, no pierde comba en las retinas del público. 


Pese a la mala prensa que ha llevado encima en ocasiones, el público apuesta por Russell y todavía arranca los suspiros que suscitó, años ha, en "L.A. Confidential".
Ha sido un largo camino y, tras su decepcionante "Robin Hood", estuvo dos años sin estrenar proyecto, para regresar con buen pie en 2012 y prometer segunda parte de casi todo.
Será actor de carácter en el high-profile, sí, aunque también habrá oportunidad de verlo a la cabeza de desafíos. Ahí será Noé para Darren Aronofsky, así que espérate cualquier cosa.


Russell es adicto a las sorpresas y hoy podríamos hablar de que lleva un año separado de Danielle Spencer o comentar que el incidente del teléfono móvil ha sido devastador para su estatus en la industria - un fracaso en toda regla de aquello llamado relaciones públicas -, pero también hablaremos de su increíble fuerza escénica, de lo mucho que se divierte - tiene un grupo de música, es copropietario de un equipo de rugby - y también, cómo no, de que el macho pervive.


Lo mejor de Russell Crowe como maromo fílmico es precisamente que nunca ha sido un chico de anuncio. Debe ser la clave de porqué gusta tanto, incluso cuando se ha pasado con la dieta cervecera. Da una poderosa sensación de naturalidad - que no de normalidad - que se contagia también a su minucioso estilo de abordar personajes y dramas.
Y, como gran actor y hermoso elemento, los ojos y la mirada se dicen la clave, mientras la sonrisa de bonachón corona el encanto, proverbialmente osuno, ahora con revestimiento maduro para mayor efecto. Está muy bueno, sí.


Puedes quedarte con su desaliño, con las noticias de sus broncas o con las fotos en la playa donde parece una señora de tan dejado, pero hoy rompo todas las lanzas en favor del virtuosismo que se esconde detrás de las imágenes y de la calidad intrínseca que debería prevalecer sobre las estrategias del marketing hollywoodiense.
Puedes decir "qué cara de bobo" cuando llegó sorprendido a recoger su Oscar o puedes afinar el oído y escuchar uno de los discursos de aceptación más bonitos de la historia de la Academia.
"Si creces en los suburbios de cualquier lugar, un sueño como este parece vagamente rídiculo o completamente inasequible. Pero este momento está directamente conectado con esas fantasías. Y cualquiera que viva en el lado desfavorecido y que sólo tenga coraje, debe saber que es posible".


No te pierdas de vista, magnífico.

Recaída A La Vida

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Esta mañana me he levantado de nuevo con malestar y hasta un poco de fiebre, así que me temo que he de regresar a la cama y volver por aquí cuando esté del todo recuperado.
Pongamos el próximo lunes como la fecha del reencuentro. Espero que, por entonces, la salud sea completa y no interrumpa más.
Un beso enorme y gracias por seguir por ahí.

JM

Imitación Al Tiempo

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Queridos lectores.

El blog "Imitación A La Vida" cierra sus puertas por tiempo indefinido.
Tengo una enfermedad, nada grave, pero sí requiere período de convalecencia y una fase de pruebas para comprobar daños, así que necesito el mayor grado de paz posible. Y tiempo, todo el tiempo del mundo.
Ya sabes que seguimos en contacto en Facebook, con noticias, novedades y diversión mil.
Hasta entonces,

JM

Nick Youngquest

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Decíamos ayer - y también anteayer - que el maromismo vende y hasta arrasa. 
Alguien se ha dado cuenta, por fin, de que la atención del populus se consigue con macizos tanto como con buenorras, y las marcas y firmas demandan guapos de verdad.


Ahí está el deportista Nick Youngquest, que últimamente está despertando mucha atención por su anuncio de Invictus, la nueva colonia de Paco Rabanne. 


No es la primera vez que Nick enseña músculos y tatuajes, porque este chico tiene una seria alergia a la ropa y nos lo comunica con cumplida periodicidad cada vez que se lo piden.
Los dioses me libren de presentar alguna objeción al respecto.


Australiano de origen, cómo no, Nick es uno de esos infartantes jugadores de rugby devenidos en beefcakes para las ansiosas masas. 
Aunque nacido y crecido en las Antípodas, su carrera deportiva se ha desarrollado en Inglaterra, donde ha jugado para varios equipos con suerte dispar. Ahora es wing para los Castleford Tigers, cuyo vestuario debe ser lo más parecido al lugar de mis sueños.


Los aficionados a ese deporte identificarán a Youngquest por sus pases y placajes, mientras mucho me temo que la inmensa mayoría de la población lo conoce, babas colgando mediante, tras verlo marcando bíceps y caminando a lo machote en la publicidad de Invictus.


Como he dicho, no es primera ocasión. 
Desde hace unos años, y al mismo ritmo que su colega Ben Cohen, la carrera deportiva se ha compaginado con las poses para las cámaras. Nick ha ido más allá y ya puede considerarse un modelo profesional, solicitado para varias campañas y reportajes.


En cierto calendario para recolectar fondos para la lucha contra el cáncer, no sólo enseñó el culete, sino que puso la ovalada pelota sobre sus partes pudendas y se suscitó el mismo aburrido escándalo de siempre. Él cayó de pie y nosotros caimos a sus pies.


Al igual que Cohen, Nick ha respondido positivamente al seguimiento gay que ha terminado por convertirlo en pin-up.


No sólo ha dicho que le parece fenomenal que a su imagen se encomienden tantas masturbaciones, sino que además ha guiñado el ojo a sus fans masculinos, hablando en defensa de nuestros derechos, de su amigo gay Gareth Thomas y, en definitiva, de todas esas cosas que hacen los chicos listos y sensibles como Youngquest.


Como es rubio, ligero de prendas y apto a lucirse en vallas publicitarias, se le ha comparado con David Beckham, aunque este Nick se me hace más sexy y menos artificial que Becks, quizá también por más novedoso.
Youngquest tiene ahora unos carnosos treinta años, que se cuentan desde esa cara de ángulos tan rectos hasta ese cuerpo perfecto, marcado y ligero a un tiempo. Su gesto combina juventud y picardía, precisamente lo que lo pone en tantos anuncios. El calor, el calor. 


En el spot de Invictus, Nick sostiene la copa como quien ha ganado más corazones que campeonatos. 
Porque, en este mundo nuestro, uno debe hacer lo que le salga lucido, sea escribir blogs, darle a la pelota o decirle eterno adiós a las camisetas.


Y, un "Día del Maromo" más, te repito tres veces la palabra clave: Australia, Australia, Australia.

El Vuelo de Christopher Reeve

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Desde su sola presencia, Christopher Reeve despertaba una inmediata simpatía. 
Había algo natural y cálido en su belleza perfecta; extraña y refrescante combinación si bien los guapos de solemnidad siempre parecen lejanos. Su imposible hermosura era casi extraterrestre, su ternura, de andar por casa.
Serían esas facciones su carta de presentación, pero fueron su talento y su escrupuloso gusto las coordenadas que definieron su ambición artística. Christopher Reeve era un actor con un plan. 
En su vida, también sobraban los objetivos. Bien se lo habían enseñado en las más exclusivas escuelas y universidades: todo se podía conseguir en esta vida.
Y así parecía cumplirse, cuando el joven y bello Christopher se aseguraba un estrellato inmediato gracias al papel más popular, también el más memorable. 
Superman lo llamaron y así lo reconoce la inmortalidad cinematográfica.


Aunque muchas de sus películas decepcionaron de un modo u otro, Christopher Reeve fue uno de los actores más amados de los ochenta y era un placer tropezárselo en imágenes y escenarios. Para mí, verlo significaba ponerme rojo como un tomate.
Christopher era guapísimo hasta decir basta, un metro noventa y tres, pelo negro, ojos de un azul sobrenatural y una media sonrisa que se las decía derretir a toda la concurrencia. 


Como actor, lo acusaron de soso en algunas ocasiones, aunque él se valió de su aparente inexpresividad con peculiar fortuna en papeles de arribista y amoral. 
Era un hombre inquieto, con opinión, siempre preocupado y perfeccionista.
Y serían precisamente su increíble fuerza y su tozuda visión de la vida los motores decisivos cuando el destino lo tiraba del caballo y lo postraba en una silla de ruedas para el resto de su vida, al mismo tiempo que Christopher Reeve se convertía en el protagonista de una historia tan trágica como valiosa.


Muchos y mejores años antes, había nacido en Nueva York, con privilegios, dinero y cultura a su alrededor.
Christopher D'Olier Reeve destacó en prácticamente todo desde sus años en Princeton. El deporte y los estudios no se le resistían, mientras la preocupación artística cundía pronto y le proporcionaba excelentes críticas desde el principio.
Entre Cornell y Julliard, se contaron sus imparables años universitarios, donde el Arte Dramático ocupó toda su atención. El venerable John Houseman lo separó de entre sus compañeros y lo seleccionó junto a Robin Williams para los programas avanzados.
Allí, en Julliard, Robin y Christopher iniciaron una amistad duradera.
Sería en el otoño de 1975 cuando Christopher llegó a Broadway. 
Se presentó a un casting y fue señalado con el dedo por la mismísima Katharine Hepburn, que lo demandó para darle la réplica en la obra "A Matter of Gravity". 
La Hepburn se entusiasmó por el joven Reeve de tal manera que llegó a rumorearse que compartían algo más que escena. 


Él lo desmintió y luego decepcionaba a la legendaria Kate cuando, tras una temporada de representaciones, se marchaba de la función a la busca de nuevos desafíos.
Tras un pequeño papel cinematográfico, su nombre se puso repetidas veces sobre la mesa para incorporar a Superman en la lujosa adaptación del cómic que se planeaba por entonces. 
Los productores lo rechazaron, alegando que Christopher era demasiado joven y delgado. 
Finalmente, accedieron a hacerle una prueba y, al terminar, uno de los directores de casting le dijo: "Esto no se debe decir ahora, pero el papel es tuyo".


Incluso los críticos que no se entusiasmaron por la película, tuvieron una cosa clara: Christopher Reeve estaba sensacional. 
Del largo y trufado reparto de "Superman", era el actor desconocido, pero fue quien captó la atención y la imaginación de los espectadores. Podría decirse que nos robó el corazón.
Su Clark Kent estaba confesamente inspirado en el Cary Grant de "La Fiera de Mi Niña", mientras su aparición en mallas azules demostraba la cantidad de músculo que había ganado durante su preparación para el personaje. 


Sólo él podía convencer en los dos lados del personaje, sólo él podía resultar sexy en ese traje, sólo él podía ser Superman. Es una de esas raras y milagrosas relaciones entre actor y personaje, donde áquel parece haber nacido para interpretar a éste. 
El Superman de Reeve se las dice aún insuperable.
"Superman" fue uno de los éxitos más duraderos de la historia de Hollywood, refrendado dos años después por la estimable secuela, donde hubo aún más que envidiar a Margot Kidder.

Con Margot Kidder en "Superman II"

En el crepúsculo de los setenta, los ojos estaban puestos en Reeve que, desde el principio, dijo que no a casi todo lo que le ofrecieron. 
Era un actor que leía guiones, tenía proyectos propios y se dejaba convencer muy poco por las luces comerciales. Se equivocó, no obstante, y su personalidad fílmica no resultó tan excitante lejos de Clark Kent. 
Su estilo sutil y su belleza idílica parecían ser antónimos de un verdadero carisma revientataquillas.

"En Algún Lugar del Tiempo"

En aquellos años, se acumularon tropiezos como el romance retrocursi "En Algún Lugar del Tiempo", donde viajaba a través de los años para encontrarse con Jane Seymour, o el risible drama "Monseñor", para el que fue sacerdote católico sin escrúpulos.

"Monseñor"

Sus mejores y más aplaudidas interpretaciones se encuentran en "Las Bostonianas" y, especialmente, en "La Trampa de la Muerte", donde estaba fabuloso en todos los sentidos, sin desmerecer nada frente a Michael Caine.

"La Trampa de la Muerte"

"Superman III" se reveló como un desastre y Christopher confesó intención de no regresar al personaje, pero se le sedujo para una cuarta entrega.
Reeve planeaba "Street Smart" como proyecto de interés personal y la productora le puso como condición que volviese a calzarse las mallas azules.
Él aceptó, participando en el guión, aunque el resultado de "Superman IV", culpa directa de las restricciones presupuestarias, fue tal calamidad que Christopher se dolería para siempre de esa última aventura como el volador rojiazul. 
Mejor recibida fue la turbia intriga "Street Smart", donde interpretaba a un periodista involucrado en los delitos de un chuloputas. 
Sin embargo, tampoco supuso un éxito de taquilla y su estatus como actor de primera fila quedaba en duda más que nunca cuando se veía a Morgan Freeman y Kathy Baker zampándoselo en escena.  

Con Morgan Freeman en "Street Smart"

Hacia finales de la década, Christopher se tomaba un momento de reflexión y comenzó a aceptar papeles secundarios, menos exigentes, más cómodos. 
A ese respecto, una de sus últimas apariciones de nivel fue agarrarse de nuevo del brazo de James Ivory para "Lo Que Queda del Día".

"Lo Que Queda del Día"

Durante todos esos años, Reeve no había olvidado ni un solo día sus múltiples aficiones, su interés por el deporte y su activismo. Era reconocido tanto por su físico imponente como por su decisión a la hora de embarcarse en lo que fuera, mejorar en sus opiniones, mejorar en todo.
Nadie podía predecir el revés.
Era el año 1995 y Christopher acudió junto a su esposa Dana a una competición ecuestre en West Virginia. Al intentar un salto, Christopher cayó de su caballo. Dos vértebras quedaron destrozadas y la médula espinal, fatalmente lesionada.
Cuando recobró la conciencia, y ante las noticias de los doctores, Christopher comunicó a Dana que quizá era mejor dejarse morir. Ella, que sería tan decisiva en los años siguientes, le instó a que siguiera luchando.
Y él no perdió la esperanza en la recuperación, pese a aquellos primeros días de dolor e Infierno, mientras se acumulaban las complicaciones. 
En plena oscuridad, recibió la visita de un doctor loco, con acento ruso, que venía a hacerle un tacto rectal. Era, por supuesto, Robin Williams disfrazado. Su gran amigo, que le hizo reír en ese momento.
"Entonces supe que, de algún modo, todo iba a salir bien".
Robin no sólo bromeó con él, sino que se ocuparía de costear buena parte de las facturas médicas de Christopher.
Reeve asumía su tetraplejia en una rehabilitación que fue próspera, dentro de las evidentes limitaciones.
Desde muy pronto, se interesó por posibles curas y experimentos con células madre, mientras cundía la necesidad de mantenerse fuerte, de seguir vivo, por si llegaba el día en que encontraran la solución.
En 1996, se levantaba el telón y Christopher Reeve aparecía en los Oscars. La ovación duró dos minutos, mientras él, sentado en la silla, respirador mediante, dijo: 
- No me hubiese perdido esta bienvenida por nada del mundo.


Quizá fue el momento más descorazonador vivido en ese escenario: Superman, el hombre que podía volar, confinado a un cuerpo inerte.
Durante los años siguientes, Christopher mantuvo su proverbial actividad, creando una función a su nombre para discapacitados, bajo el cariño y cuidado de Dana, y sin apartarse de las pantallas, claves para hablar de lo que le había pasado, para dar coraje a los que lo sufrían, para decir que era posible seguir viviendo.
Debutó en la dirección, reapareció en una Tv-movie y fue invitado de honor en dos episodios de la serie "Smallville", rindiendo cumplido homenaje al personaje de su vida.  

Con Tom Welling en "Smallville"

Su voluntad fue seguir sano, con el deseo puesto en un mañana de hallazgo científico, y aseguró que había recuperado sensibilidad con el tiempo.
Pero la imperante parálisis se lo cobraba poco a poco. Incrementó su alopecia y, durante largos períodos, Reeve reaccionó mal a muchos medicamentos. 
Una grave infección se complicaba en 2004, provocándole un infarto.
Christopher Reeve moría a la edad de 52 años. Según cuentan, con la fe intacta.


Cuando se oye una historia como la de Christopher Reeve, se puede acusar a Dios de tener un sentido del humor bastante particular.
Pero también es la victoria de una testarudez más grande que el propio destino, ese pavoroso triunfo del espíritu humano que se empeña en prevalecer sobre la verdad de que ya no seremos quien fuimos.
Christopher Reeve era quizá demasiado perfecto para el gusto de Dios, pero desafió la tragedia, quizá hasta la entendió, demostrando que era más que belleza y juventud, que poseía una verdadera fuerza para enfrentarse a lo que le ocurrió. 
Y si bien perdió al final - todos perdemos al final -, quedó claro que fue más Superman en ese instante que al principio.
Terrible, triste, hermoso ejemplo de que, cuando lo perdemos todo, todavía nos tenemos a nosotros mismos. 


Un hombre en mayúsculas.

Llámalo Fracaso

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Hacer películas es muy caro, señores. Y no sólo se trata de lo caras que son, sino de lo que caras que pueden llegar a ser. 
El cine es una proeza. Requiere un considerable esfuerzo humano, una meticulosa preparación y una musculatura de producción para poder llevarse a cabo. Desde la redacción del guión al montaje final, hay toda una vida, una trayectoria, un cambio, un ir a la guerra y volver.
El cine es posible si se deviene en industria, si tiene los medios económicos y financieros a su servicio, para desplegarse, para pagar a todos sus responsables, para recuperar la inversión y, también, para hacer ricos a sus productores. 
Porque no hay que llevarse a equívoco: el productor esencial de cine es un empresario. Podrá tener intereses artísticos de lo más exaltados, pero se ha metido en esto para ganar dinero.

"Cotton Club"

Los norteamericanos se metieron en esto del cine para ganar dinero, desde el primer día hasta que se les acabe el chollo. Al parecer, todavía les queda cuerda para rato. 
Muchos grandes y celebrados directores de tiempos clásicos lo dicen: pese a lo buenas que eran sus películas, la primera intención era hacer caja. 
Y así el cine entiende que sus líneas deben conquistar a los espectadores. Cuantos más, mejor. 
Pero, ¿qué sucede cuando las cuentas no cuadran? Toda la expectación del mundo, todas las promesas sobre el trabajo duro, y la película no convence, decepciona, hace bostezar. O, simplemente, se ha topado con una pavorosa indiferencia.


Hoy miramos a los fracasos comerciales más rotundos de la Historia de Hollywood, esos que definieron las múltiples contradicciones de la industria, los errores de sus recetas, la muerte de las modas o el simple misterio. Porque, pese a todo lo que se pueda aprender de los descalabros fílmicos, que una película sea un éxito o un fracaso es un factor impredecible. 
Desde el invento del cinematográfo, la repetición, la moda y las innovaciones técnicas fueron los anzuelos para atrapar la imaginación de los públicos. Cuando se descubrió el potencial de los actores - sus bellezas, sus estilos, sus carismas -, el aderezo del nombre por encima del título se hizo reclamo clásico.
El cine mudo popularizó los seductores rostros de sus estrellas, que atraían bajo la hipnosis glamourosa. Ya por entonces, la iteración era la clave. Mary Pickford siempre hacía de huerfanita, aunque tuviese más de treinta años. Douglas Fairbanks sujetaba la espada y lucía bigotito, así se cayera de viejo.

Douglas Fairbanks y Mary Pickford en "La Fierecilla Domada"

El terremoto de las modas sacudió precisamente a esta pareja cuando quiso transitar al cine hablado y, de paso, a la madurez. 
Su adaptación de "La Fierecilla Domada" es uno de los primeros fracasos comerciales inapelables de Hollywood, de esos que arruinaban las carreras de sus responsables. ¿Qué sucedió? La película era carísima, a la altura de sus dos estrellas, esas que dejaron de serlo en el mismo momento en que abrieron la boca.
Las decepciones financieras se cernían sobre Hollywood con especial fuerza, a medida que los estudios empezaron a rendir cuentas con Wall Street. 
Que una película fuera rentable era una necesidad. Enseguida se buscaban culpables, especialmente en aquellos años de crisis. 
No se trataba de que el público fuera a verla, sino de recuperar todo lo invertido y hacer negocio.


Una ruina que Hollywood intentó salvar con sus argucias tradicionales fue "Cimarrón", saga de pioneros de alto presupuesto. 
Fue un taquillazo, pero no lo suficiente; coincidiendo con la noche más oscura de la Depresión, no pudo rentabilizar costes y la RKO se quedó en calzoncillos. ¿Qué hizo Hollywood? Darle el Oscar a la mejor película; estrategia desde entonces emblemática para redondear sus negocios, aumentarlos o favorecerlos.
Las estrellas fabricaban los éxitos, aunque estaba claro que no eran infalibles. Por entonces, los actores eran acusados como los verdaderos responsables de que un título no funcionase; mal asunto si leías la prensa y veías tu nombre calificado como "veneno para la taquilla".
Katharine Hepburn encadenó flops hacia finales de los años treinta y se ganó un puesto de honor en esa temida lista. 
Entre ellas, una película hoy indiscutible como "La Fiera de Mi Niña"; al parecer una comedia tan loca, que no da un respiro al espectador, alienó a los espectadores de 1938.

Cary Grant y Katharine Hepburn en "La Fiera de Mi Niña"

La promoción siempre ha sido clave para la reputación y el éxito de una película. También para la popularización de nombres a través de las revistas. Pero, a veces, tiene un efecto contraproducente. 
Es el caso de Marion Davies, la amante oficial de William Randolph Hearst. El magnate de la prensa desplegó tal campaña para hacer famosa a su Marion, que el personal acabó por detestarla.
A propósito de William Randolph Hearst, hablemos ahora de "Ciudadano Kane". 
Fue un fracaso de taquilla obvio, por muchas razones. Primero, porque enfureció al aludido que la boicoteó. Segundo, porque es una película adelantada a su tiempo. Y, tercero, porque no viene a contentar a nadie en particular, cosa que, en los años cuarenta, se consideraba esencial para pagar una entrada.
Y, aun siendo tan previsible, resulta descorazonador. Es la guillotina del cine comercial norteamericano sobre los excéntricos, los genios, los visionarios. Simplemente, no le interesan.


Las recetas de éxito se mantuvieron intactas durante dos décadas. Género, estrellas, morbo y, si es posible, premios y buenas críticas como colofón. Las películas debían tener una factura impecable, entendida como la prueba de su calidad, pero, de fondo y forma, respondían a cánones precisos. Es lo que Mark Cousins llama "la burbuja".
La burbuja empezó a contradecirse a sí misma en los años sesenta. Las producciones de Hollywood vivían completamente adictas al colosalismo. Fue la argucia industrial que habían empleado para prevalecer sobre la naciente televisión: nada menos que la promesa del espectáculo.
Eran película carísimas, de larga duración - lo que el otro día llamé "cine pollón" -, que definían por un lado, su soberbia, y, por otro, el desfase de su estilo con las nuevas generaciones. 
Las películas históricas, las lujosas adaptaciones de musicales de Broadway y las épicas de todo pelaje irrumpieron durante aquellos años, con los resultados más dispares posibles. 
Es un fenómeno que no se comprendió en su día y, pese a que se han apuntado hipótesis, todavía es difícil aventurar una teoría clara de porqué unas fueron unos éxitos tremendos y porqué otras, unos desastres dolorosos.

"Cleopatra"

La piedra de toque fue "Cleopatra". Es el caso de una superproducción old-style; es decir, el estudio se jugó hasta la camisa, asunto que hoy sería impensable. 
"Cleopatra" no sólo era cara, sino que se hizo aún más cara de un modo disparatado, a golpe de accidentes, retrasos, cambios de directores y peleas, peleas y más peleas.
A su favor, jugó con la anticipación, con el escándalo del romance entre sus dos protagonistas y con las noticias de su infernal rodaje. Cuando finalmente se estrenó, se convirtió en la película más vista del año.
Y, aún así, fue incapaz de recuperar costes. 
La Fox, arruinada, la señaló como el mayor desastre de la historia de Hollywood. Es una leyenda, en todo caso; no fue un fracaso total, pero sí representó que una manera de hacer cine estaba en franca decadencia.
La historia de la Fox durante aquellos años es esclarecedora, precisamente por lo sombría que se puso la cosa. 
"Sonrisas y Lágrimas" (The Sound of Music) los sacó de la ruina de "Cleopatra" y pareció que, a pesar de lo que se venía diciendo, el musical nostálgico y cursilón no había pasado de moda. 
Preparó entonces a conciencia tres musicales con aroma antiguo, bien cebados de dólares y con actores protagonistas de éxitos similares: Julie Andrews, Rex Harrison y Barbra Streisand. 
Los títulos fueron, en años consecutivos, "Star!", "Doctor Dolittle" y "Hello, Dolly!".

Julie Andrews en "Star!"

Los tres fueron unos fracasos comerciales de tal calibre, que podrían ser acusados como el último capítulo del Hollywood clásico. Las dos últimas fueron nominadas al Oscar como mejor película, pese a que no lo merecieran en absoluto. Y ni esa vieja estratagema sirvió para apaciguar lo que se vivía en la Fox.
¿Las respuestas? Se ha dicho que el público ya no quería musicales, repudiaba esas muestras de optimismo prefabricado y miraba a Hollywood con recelo, ese mismo Hollywood que omitía lo que sucedía en Vietnam y preferiría contentarse con sacar sus vestidos más apolillados.
Es cierto que el musical murió en aquellos años - al menos, una manera de entenderlo -, pero la cursilería y las antiguallas siguieron vendiendo. 
Es decir, por aquella época triunfó "Funny Girl", que no era muy distinta a esos tres musicales fracasados, y también la retrógrada "Love Story", que se convirtió en un fenómeno mundial en un año tan tardío como 1970. 
Películas vacías como "Aeropuerto" o "El Valle de las Muñecas" fueron taquillazos y la prueba de que, en realidad, no era importante que la película fuera buena. 
¿Era la novedad? ¿Era vender lo viejo con un revestimiento distinto?
Quién sabe. La Fox entendió que aquellos que habían producido "Star!", "Doctor Dolittle" y "Hello, Dolly!" debían ser cordialmente despedidos. 
El estudio no recuperaría su bancarrota hasta un reestreno de "Sonrisas y Lágrimas", cuatro años después.

Barbra Streisand en "Hello, Dolly!"

Llegaron los años setenta y la caída de los viejos estudios tuvo dos fenómenos dispares. 
Por un lado, permitió la llegada de nuevos e inquietos directores que dieron un aspecto autoral a sus creaciones; lo refrescante fue que el público reaccionó positivamente. Obras personales podían ser populares, y así nos lo contaban los puestos en el escalafón de taquilla que escalaron "El Padrino" o "Cabaret".
Pero también supuso la llegada de las corporaciones al negocio cinematográfico; capitales ajenos al mundo del cine, que insistieron aún más en la necesidad de producir lo que fuera, con tal de que diera dinero, y de las formas más variadas.
Como bien sabemos, esto se impuso sobre las intenciones de los nuevos directores. Se impuso sobre todo. El MacDonalds mató a Coppola, podríamos concluir.

"Corazonada"

Las extravagancias fueron severamente castigadas y los años ochenta aniquilaron a los directores que tardaban, hacían cosas raras o costaban mucho dinero, sudor y lágrimas. 
Scorsese acabó escaldado tras "New York, New York" y "El Rey de la Comedia", pero fue "La Puerta del Cielo", de Michael Cimino, el momento de la verdad.
Los directores perfeccionistas, al paro, dijeron desde entonces; cuando Coppola encadenó dos colosales debacles como "Corazonada" y "Cotton Club", comprendió que lo mejor era dedicarse a los vinos.
Y las estrellas y los grandes actores no eran garantía de nada. Con el fracaso de "Ishtar", Warren Beatty y Dustin Hoffman supieron que su corona de reyes era más que dudosa.

Dustin Hoffman y Warren Beatty en "Ishtar"

El cine se infantilizó, a medida que la industria rastreaba y entendía su consumo esencial a la profundidad. 
Era básicamente la sala donde los jóvenes iban a darse el lote. También era donde los padres llevaban a los niños para que se estuvieran quietos un rato. Estos niños imitaban el lenguaje básico de los héroes de la pantalla, los recreaban en los patios de recreo y se compraban sus juguetes. Es la victoria del cine 'toyetic', desde "Star Wars" hasta la inacabable moda de las películas de súperheroes. 
El blockbuster venía a paliar cualquier olor mínimo a fracaso y podría decirse que lo ha conseguido: Hollywood ya no se arruina. Sus apuros financieros son raros, puntuales y salvables. 
Prevalece la inversión cobarde. Las películas salen cubiertas. Si no, no se hacen. Se estudia el mercado, se da luz verde. 
Si es una decepción en taquilla, se podrá despedir a alguien, desconfiar del director o los actores, pero el dinero se recupera en las ventas del cine en casa o con los pases televisivos.
Es decir, no es mínimamente equiparable lo vivido con "John Carter" al impacto en la industria que supuso "Cleopatra".

Taylor Kitsch en "John Carter"

La estrategia de la anticipación es clave. Se busca el lugar de estreno como el colchón cómodo para la película. 
¿Por qué "Licencia Para Matar" fue un fracaso en el verano de 1989? 
Porque competía con "Indiana Jones y la Última Cruzada", una película que sí se va a ver en julio. Desde entonces, ningún Bond se ha estrenado en verano.
Últimamente, los retrasos y las cancelaciones en los estrenos son también argucias para aumentar la expectación por las películas. 


De manera evidente, la inversión cobarde ahuyenta a directores interesantes del escenario industrial, pero también a los productores que vendían hasta su madre sólo por la visión de hacer una gran película. 
Hoy sería impensable un Orson Welles paseándose por Hollywood, aunque mucho menos un David O. Selznick. Actualmente, los responsables de las películas son ejecutivos trajeados que responden ante superiores.
Ese temor al fracaso ahonda aún más en la repetición. El cine comercial se compone de secuelas, refritos, adaptaciones de novelas y cómics y demás diversión de merchandising, hoy más que nunca.
Debe ignorar que los grandes negocios cinematográficos se consiguieron a base de resultados inesperados.
Y, a pesar de todos los estudios y proyecciones de mercado, aún restan los interrogantes. 
¿Por qué "Superman Returns" decepciona y "Man Of Steel" arrasa, si son ambas la misma mierda? ¿Quizá porque Henry Cavill está más bueno que Brandon Routh? ¿Porque ha tenido una promoción mejor? ¿Una fecha de estreno más adecuada? ¿Una promesa de novedad? Quién sabe.


La historia de los fracasos se ha entendido como una historia de lecciones a aprender. En realidad, no contiene ninguna. ¿Qué define que una película despierte furor y otra no? 
Cuenta la anécdota de un crítico que fue a ver "Rumble Fish" y oyó a una espectadora diciendo "¿Por qué no me habré quedado en casa viendo "Dallas"?." 
La decisión de ir o no al cine es arbitraria como muchas decisiones que tomamos en nuestra vida cotidiana, y muchas veces, la reputación, la pompa y las promesas que la circundan no son suficientes.
Otra consecuencia negativa aparece cuando se mira a las películas fracasadas con condescendencia. 
Muchos críticos norteamericanos, imbuidos de la sociología de su país, entienden que descalabro equivale a que la película sea mala o fallida. Y que haya vencido en taquilla y/o ganara muchos Oscars, que sea buena.
Es una lástima, porque "Ben-Hur" y "My Fair Lady" tienen mucha reputación y son muy divulgadas, mientras dos fracasos comerciales como "La Caída del Imperio Romano" o "Camelot" son películas infinitamente mejores y más interesantes. 
Tampoco he entendido jamás el varapalo que siguen dando muchos opinadores a "La Puerta del Cielo" o "Cotton Club"; tendrán errores, pero son dos peliculones de agarrar abanico.
Es el terreno de lo underrated, donde caen especialmente todas las obras incomprendidas y poco vistas en su momento de exhibición original.


El cine es un gran negocio, una industria que busca rentabilizarse de la forma más sencilla y rápida, pero, al final, los espectadores de verdad deberíamos atender a lo que importa. 
Y eso no se encuentra ni en las listas de lo más visto en el fin de semana, ni en las apreciaciones vagamente críticas de los magazines ni en los grandes cartelones publicitarios. 
Lo que interesa está ahí, en la pantalla, lo que debe ser valorado y guardado. Lo que es un éxito aunque otros lo llamen fracaso.

Vanessa Redgrave y Richard Harris en "Camelot"

Cuento de Vanidad

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El protagonista de este cuento de vanidad despertó una mañana y vióse convertido en un gordo. Reaccionó con espanto y decidió ir al médico.
El protagonista de esta historia soy yo, porque consideróme con la vana cualidad de hablar de mí mismo mejor que nadie. ¿Lo vano del asunto? Más me vale que me ocurra algo interesante.
Así que aquella mañana me miré en el espejo y tenía el cuello tan hinchado como quien ha subido veinte kilos. En mi caso, de golpe y en el transcurso de una noche.
Fue la señal de mi enfermedad, pero yo sólo lo entendí como una aberración estética. Decidí cerrar las puertas, correr las cortinas, esconderme de las lunas reflectoras. 
Nadie, ni yo mismo, debía saber que mi belleza y juventud estaban en entredicho.


Pese a que me sentía mal y agotado desde hacía unos días, reconozco hoy, como presumido de pro, que sólo fui al médico cuando observé esa garganta disparatada, que achaqué entonces a unas amígdalas infectadas hasta el punto de comprometer los ganglios. 
Parecía como si un equipo de caracterización y maquillaje se hubiese ocupado de convertirme en el Profesor Chiflado, en Monica Geller de adolescente, en un señor mayor y triste, incapaz de reconocerse, incapaz de aceptar que el tiempo ha matado la belleza y se ha esfumado por el camino.
En Internet leí que había que tener mucho cuidado con las amigdalitis. Si las amígdalas se inflaman hasta el punto de tocarse entre ellas, estás a dos segundos de la asfixia. 
Abría la boca - otra vez frente al espejo, aunque sin mirarme el cuello - y no intuía más que la garganta enrojecida. No se tocaban. No iba a morir hoy.


Entré a la consulta de la doctora aquella tarde y, ante su pregunta, me quité la bufanda como quien desvela un terrible secreto. Ella miró, recetó lo habitual y dijo que, si seguía tal inflamación, volviera. Yo sólo pregunté cuándo iba a recuperar mi cuello.
- Por pura vanidad - añadí.
- En unos tres o cuatro días.
Durante los tres o cuatro días, soñé todas las noches con mi cuello recuperado, mi delgadez de vuelta. Y todas las mañanas cuando me despertaba, lo primero que hacía era correr hasta el espejo, para encontrarme al señor en el que me había transformado.
Fue entonces cuando entendí muchas cosas. Al menos, las comprendí. 
Si yo, que no soy el más guapo, sufría horrores por lo que sucedía en el espejo, ¿qué sería de los que no han sido nada más que guapos? ¿De los que envejecen y pierden su carta de presentación, su modo de trabajo, su distinción? 
Entendí la vanidad de los actores, de los modelos, de los bellos de solemnidad, de los que quieren ser eternamente jóvenes. 


Basta sólo con que asome la posibilidad de perder la frescura y la salud, para que cunda la más absoluta desesperación, la necesidad de ocultarse de los ojos del mundo. A la mierda eso de que la belleza está en el interior. Yo quería la mía de vuelta, cuanto antes.
Por aquellos días donde sentía más malestar que dolor, vi, casi sin pensar, "El Retrato de Dorian Gray", la versión Metro de la novela de Oscar Wilde. Como adaptación es discutible, pero como película, es una obra bastante inusual y del todo brillante. Y ahí estaba Hurd Hatfield diciendo las palabras que dirán todos los vanidosos para sí mismos. Son incorrectas, si bien no hay sentimiento más sincero.
"Daría todo en este mundo, hasta mi propia alma, por permanecer siempre joven".
Muchos lo han hecho, muchos lo harán. Porque son los que saben que la juventud no se aprecia hasta que se pierde. No es fácil envejecer, no.
Y el ardid de esta vida es que no hace falta el tiempo o la edad. Basta un accidente o una enfermedad. Adiós, espejito, espejito.


Esas eran las cosas que yo pensaba, mientras el antibiótico reducía lentísimamente la infección que había apartado de mí, con toda crueldad, mi propia imagen. 
Pero cuando recuperé el cuello, oh, la vanidad sucumbió a otra verdad. Estaba aún más enfermo y ahora aquello que tenía se las cobraba con dolor y fiebre. En pleno delirio, ya no pensaba en mi belleza. 
Y si había frivolizado con mi enfermedad, depuesta frente a la vanidad, ahora ésta tomaba el protagonismo que siempre ha tenido. Ese recordatorio de que, no sólo puedes perder algo, sino que lo puedes perder todo.
Siguió imperando la vanidad en las coordenadas. Y, en esta ocasión, directa al atributo de los machos. Ahora lo que tenía inflamado eran los huevos.
- Debe ser una bacteria que me está arrasando - pensé. Es curioso que, después de ver tantas series de hospital, todos mis diagnósticos sean una mierda. 
Aunque la hipotética ventaja de ver esas series, es que se piensa lo peor y, cuando dan el diagnóstico, se impone un "bah!" de tranquilidad. 
Sinceramente, no sabía cómo explicar al médico que, de la garganta inflamada como dos pelotas, ahora lo que me traía por el camino de la amargura eran las ídems. 
Pero volví al médico, porque amanecía tal inundado de sudor por la fiebre que me daba cierto aire a una sopa de pollo cocida lentamente a lo largo de los días. 
Si vuelvo a ser sincero, al principio me alegré de estar enfermo, porque una temporada en boxes es necesaria para todo cuerpo humano. Pero, cuando regresé a la consulta, estaba cansado, muy cansado. Las pelotas me dolían mogollón, y también tenía miedo de perderlas.


Oh, mis huevos, tan bellos, tan queridos, alabados y besados por tantos caballeros. Cuento de vanidad, de nuevo. Lo daría todo, incluso el Ibuprofeno, por tenerlos colgando un día más, dije ante el retrato que Basil Hallward había pintado de mis hermosos testículos.
- ¿Garganta y testículos? - preguntó la doctora, mientras paró súbitamente de teclear en su ordenador - Macho, que tienes las paperas.
De tanto nombrar a Dorian Gray, no había conservado mi eterna juventud, no. Había regresado al siglo XIX. ¿Paperas a los treinta y dos años? Como me dijeron muchos: ¿eso existe?
- No eres el primero que viene con paperas - aseguró la doctora. Viendo cómo está Madrid últimamente, tuve suerte de que no fuera la peste bubónica.
La doctora me dijo que me cuidara, me emplazó a mil pruebas para comprobar los daños - "es una enfermedad que, si no se trata debidamente, puede dejar estéril a los hombres adultos que la padecen" -, mientras yo prorrumpía en un sonoro "What theeee fuck?" ante esa enfermedad con un nombre tan feo. Paperas. Suena a tubérculo comiéndose a sí mismo: una papa papeando.
Así que el cuento de vanidad se transformó en caso clínico, con aroma vintage y dolor de huevos. Me tomé los medicamentos, guardé cama y, al final, me puse bueno. 
Salud y belleza recuperada. Los huevos también van bien, por si alguien en la sala quiere un hijo mío. Y, al final, pensé:
- Oh, ya tengo algo para escribir en el próximo post de "Pasajes de Esplendor"?
¿Cuál es la moraleja de este cuento de glándulas inflamadas? Si eres vanidoso, más te vale que te caiga una enfermedad pintoresca de la que hablar a la vuelta.


Jamie Dornan

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La elección de Christian Grey ha tenido un nivel de suspense y controversia que no se recordaba en Hollywood desde los tiempos de Escarlata O'Hara. 
¿La notable diferencia? Todas las actrices soñaban con ser la O'Hara, mientras todos los actores han salido huyendo como alma que lleva el Razzie de eso llamado "Cincuenta Sombras de Grey".


A menos que cuente usted con un guionista con libertad o un director genial, de libros malos salen malas películas. 
Y me consta que, de un libro espantoso - quizá llamarlo libro sea exagerado -, se engendrará otro peldaño más hacía el vacío; esa escalera al abismo que, aunque cueste creerlo, el cine comercial todavía nos demuestra que no ha recorrido por completo.
El casting final ha esclarecido que es una película para hacer famosos a sus protagonistas, mientras el proyecto se construye y materializa con intenciones de complacer a las lectoras, propiciar saga y que suceda exactamente lo mismo que con las novelas: todo el mundo dice que son una mierda y se consumen como si fueran diamantes.


Aventuro que "Cincuenta Sombras de Grey" revitaliza algo que, tras la democratización del porno, se creía perdido: el interés por el "libro sucio". 
La literatura erótica tiene augustos referentes, aunque, buena o mala, siempre se acudía a ella por la curiosidad, eso que mueve ahora a devorar este nuevo humo, que ha encontrado inevitable adaptación cinematográfica. 
Ya ha movido fecha de estreno para aumentar la intriga; se vería el próximo verano en principio, pero los responsables han pensado que es una date movie y los chicos llevarán del brazo a sus novias el día de San Valentín de 2015.
Será cuando los espectadores tortolitos observen en pantalla que es hora de salpimentar sus camas con un poco de violencia teatralizada.


La necesidad de que te aten con la corbata, te traten como una puta y te la metan por el culo me parece muy respetable - al escribir esto, me han entrado ganas a mí -, pero "Cincuenta Sombras de Grey" viste de femenino aquello que, en otros empeños, se acusa de machista. Es decir, no es más que el resultado de amanerar una fantasía extraída directamente del más rancio y menos imaginativo porno heterosexual. Y, para colmo, está escrito como el mismísimo ano.
En estas novelas de medio pelo, el responsable no sólo es un maestro en ataduras y cadenas, sino que además debe ser rico, tener estilo y estar súper bueno, nivel chico de anuncio. 
Que hayan elegido a un modelo británico para incorporarlo me parece inspiración divina. 
Si en las adaptaciones de las viejas novelas de Jacqueline Susann se elegían inadvertidamente a los actores más inexpresivos para protagonizarlas, ahora se elige a un guapo de Calvin Klein, que abulta en calzoncillos, mira a cámara con impostada vulnerabilidad y se deja barba de tres días para rematar.


El Entertainment Weekly nos daba la primera foto promocional al respecto y la cosa pinta seductoramente basuresca y basurescamente seductora, con Dakota Johnson mirando con la tierna fragilidad de su madre - Melanie Griffith - y Jamie Dornan rodeándola entre sus amenazantes brazos, de cuyas manos cuelga la inconfundible corbata. 
Los amantes del verdadero trash queremos que la película sea graciosa; quizá tendremos que conformarnos con que no aburra a las piedras.


Todos lo dicen: Jamie es un chico realmente atractivo. Demasiado delgado para mi gusto, aunque cuesta apartar la mirada de él. 
Mejor para ese papel y esa película que Charlie Hunnam, el original elegido, cuya espantada me parece digna de comedia loca. Lo veo saliendo de ese rodaje, agarrándose los pantalones en plena carrera y con música de Benny Hill.
Charlie se fue, las fans respiraron tranquilas y, pese a que lloraron por Matt Bomer, la decisión irrevocable se llamó Jamie Dornan. De manera inmediata, se le buscó en el Google Imágenes mucho más que en el Imdb.


A Dornan se le puede encontrar en mil anuncios de moda, aunque ya dio un debut llamativo como el Conde Fersen de la "María Antonieta" de Sophia Coppola, película para la que también se necesitaba belleza de anuncio de fragancias. 
Por entonces, también se le dirigía el ojo y objetivo a Jamie Dornan, porque estaba ennoviado con Keira Knightley, otra criatura de reconocido metabolismo acelerado. Duró unos años y quedaron pastos más verdes.
El pasado abril, Jamie se casaba con la también actriz Amelia Warner.


Reconozco que llamóme la atención el bello Jamie desde "María Antonieta" y he tenido breves oportunidades catódicas para reencontrame con él. 
Fue sheriff en "Once Upon A Time" durante varios episodios y, si yo sostenía que los asesinos son cada vez más atractivos, "The Fall" fue el último e inenarrable ejemplo cuando pone a este sexy barbado a matar morenitas pechugonas, también con parafernalia sadomasoquista de por medio.


Es congruente que esa interpretación de buenorro peligroso haya sido ticket y pasaje para Christian Grey, el multimillonario cool que enseña su miembro viril a Anastasia Steele y ella sólo puede decir:
- Madre mía...


"Madre mía" dirá Jamie cada vez que llega a Belfast, su lugar de nacimiento hace treinta y un años; me cuenta la Wikipedia que Dornan es primo segundo o tercero de Greer Garson, la misma que seguro elevaría la ceja con aquella nobleza de qualité que se gastaba ante la lectura de "Cincuenta Sombras de Grey".
De momento, su monísimo primo se prepara para soportar estoicamente un bombardeo que ni la Señora Miniver. 
Me cae bien Jamie, así que sólo deseo que sea leve y para bien.

Voz y Oro de Barbra Streisand

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La nariz de las pantallas, la señorita inasequible al desaliento, la importancia despuntada al fuego de milagrosa cuerda vocal. 
"Cuando yo canto, la gente se calla", resumióse Barbra Streisand.
Voz de oro, más reputada, perseguida y admirada que ninguna otra mujer cantante del siglo, Barbra combinó su extraordinario talento con una voluntad de hierro desde el primer día.
A salvo de catástrofes, de escándalos, de otros peligros de la fama,  Barbra Streisand se cuenta como la decisiva victoria de la personalidad, que, a fuerza de críticas, sólo se ha reafirmado.


Ante cualquier consideración, no hay duda de que Barbra es una diva de pies a cabeza, con todo lo que significa. 
Es ególatra, apabullante y parodiable, desde sus gorgoritos hasta sus largas uñas que acarician a sus amados compañeros de reparto, a los micrófonos y a las cámaras cinematográficas.
Polifacética, inquieta, celosa de su propia imagen, aterrorizada de ciertos escenarios, siempre esperada en eternos regresos, la Streisand vive.
Barbra es ese tótem del entretenimiento, ese nombre de la cultura pop, que no sucumbe a las modas y aún ocupa un espacio tan inverosímil como considerable en los éxitos discográficos.


El cine es la sombra alargada que se proyecta sobre ella, aquello a lo que llegó tarde y aquello de lo que se fue pronto, mientras se dice más cómoda en los estudios de grabación, donde se recoge su voz, exuberante, cálida, neoclásica, imposiblemente emocional.
Voz que se ha hecho más grave con el tiempo, pero continúa asegurándole el cetro de reina indisputable.


Barbra Streisand se cuenta en función de una saga rags-to-riches, tal como se imaginó desde niña, fraguada en el deseo de ser como Judy Garland.
Barbara Joan Streisand nació en el hervidero judío del barrio neoyorquino de Brooklyn; a los quince meses, su padre murió, dejando a la familia en la pobreza.
Los años eran difíciles, mientras Barbara crecía y acudía finalmente a la yeshiva de Brooklyn, donde completó sus estudios y definió pronto sus constantes artísticas.
Su voz se educó en clases, pero sobre todo, maduró en nightclubs, a donde fue llevada y traída durante sus años de adolescencia. Los locales donde creció como artista eran frecuentados por hombres homosexuales, público potencial desde entonces.
Desde el circuito gay de Greenwich Village, las noticias de la vibrante Barbra se hicieron llegar hasta las puertas del gran negocio del espectáculo. 
Barbara, no. Barbra, dijo ella, sustrayendo una letra. No quería cambiarse el nombre pero, a la vez, lo detestaba. En su proverbial necesidad de ser única, se comió una "a".


En Broadway, televisiones y radios, se oyeron los trinos de la joven Streisand con mucha admiración y fue una sensación inmediata, vivida a lo largo de la década de los sesenta.
Su encuentro con Judy Garland dejó entre sordos y emocionados a los espectadores, que sólo quisieron más Barbra. La televisión se rindió a darle especiales, mientras irrumpía en conciertos tan memorables como el Happening en Central Park.
El estilo musical de Barbra siempre ha sido devoción retrófila, pero la distinción fue el físico, que se decía intacto y hablaba de orgullo judío y también de declaración feminista. 
Barbra era especial, una niña que lo sabía todo, incluyendo lo mucho que valía.
La invitación para Hollywood se coló bajo la puerta y, nerviosa y decidida como acostumbra, se lanzó hacia su primera película: un biopic musical de Fanny Brice, legendaria cómica de Broadway.

Con Omar Sharif en "Funny Girl"

En la escena que daba comienzo a "Funny Girl", Barbra aparecía en pieles, se miraba al espejo y decía:
- Hola, maravillosa.
Se metió al público - especialmente, al femenino - en el bolsillo desde el pistoletazo de salida, y "Funny Girl" fue un compendio de su ductilidad. Cantaba, bailaba, era graciosa en sus líneas y lloraba por amor cuando tocaba. William Wyler aseguró que, a efectos prácticos, la película la había dirigido Barbra.
Esta completísima interpretación de show-woman recibió la esperada ovación y el Oscar a la mejor actriz.


La Streisand se subió al escenario del Grauman y le dijo a la estatuilla: "Hola, maravillosa".
Se iniciaba esa relación amor-odio que Barbra ha tenido siempre con los Oscars.
En el público, aplaudía Elliot Gould, primer marido, padre de su hijo Jason y quien la acompañara esos primeros años de la Streisand en Hollywood.

Con Elliot Gould

Si bien "Funny Girl" fue un triunfo, los dos musicales que protagonizó a continuación - "Hello, Dolly!" y "On A Clear Day I Can See Forever" - decepcionaron en taquilla y deslizaron la posibilidad de que la romántica Barbra quizá había llegado demasiado tarde a un cine cambiante.

Con su hijo Jason, en el set de "Hello, Dolly"

Cayó de pie y se auguró una Streisand distinta durante la década de los setenta, erigida como una de las estrellas feministas de aquellos años. 
Barbra controló muchas de sus nuevas películas y mutó de ser la nueva Judy Garland a simplemente Barbra Streisand.
Ryan O'Neal la definió entonces como "la persona más pretenciosa de Hollywood".

Con Ryan O'Neal en "¿Qué Me Pasa, Doctor?"

Precisamente junto a Ryan, demostró su impecable timing para la comedia en "¿Qué Me Pasa, Doctor?" y, dos años después, ofreció una interpretación memorable frente a Robert Redford en el melodrama recapitulativo "Tal Como Éramos".

Con Robert Redford en "Tal Como Éramos"

Su interés por modernizarse fue más benigno en el cine que en la música, donde su voz lucía inapropiada cuando se la aventuraba en tentativas más rockeras o disco. 
Apostó por volver al terreno donde estaba más cómoda con "The Broadway Album" y recuperó la ovación acostumbrada.
Pero fue su colaboración con Barry Gibb quien le diera uno de sus éxitos más resonantes, "Guilty", que contenía el temazo del siglo: "Woman In Love".
Los fracasos comerciales que supusieron "The Main Event" y "All Night Long" la divorciaban relativamente del cine a finales de los setenta y, de hecho, sólo ha intervenido en seis películas desde entonces.
Pese a la chulería que demuestra continuamente, Barbra es una artista insegura en muchos terrenos. Durante años, ha dicho que no a muchas aventuras y tiene pánico a cantar en directo. 
En una ocasión, dijo que su egolatría era sólo la máscara que se había puesto desde temprana edad para ocultar sus miedos viscerales.
Aún así, en 1982, venció el obstáculo más importante y cumplió un sueño largamente perseguido: ponerse detrás de las cámaras.


"Yentl", historia de una niña judía que se hace pasar por hombre para estudiar en un universo ancestral, fue un debut impresionante, por su delicadeza escénica y pulso narrativo, aunque la película, netamente Streisand, dividió a la concurrencia de manera inevitable.
Ganó el Globo de Oro como mejor directora, pero la Academia omitió su nombre en la tanda de nominaciones.
"En Hollywood una mujer puede ser una actriz, una cantante, una bailarina. Pero que no sea mucho más", diagnosticó Barbra, con toda la razón de mundo.
Con "Yentl", se convertía en la primera mujer de la Historia que dirigía, producía, escribía y protagonizaba una película. 
Y cuando la cámara miraba, iniciática, a Mandy Patinkin con deseo y delectación, cualquiera comprende porqué no debe ser la última.

Con Amy Irving y Mandy Patinkin en "Yentl"

A excepción de su esforzada interpretación de "Loca", los años ochenta se encontraron con Streisand en páginas de revista, en labores de activismo y en sus citas discográficas.
Serían los noventa tiempo para un comeback a todos los niveles.
Volvía a la dirección con el drama "El Príncipe de las Mareas", demostraba su poder e influencia colocando a Clinton a las puertas de la Casa Blanca y, por primera vez en mucho tiempo, decía que sí a un concierto.
Llamado, sin más preámbulos, "The Concert", fue un éxito fabuloso, que revitalizó su figura y su voz en retinas y oídos. 
La acusaran de azucarada, tenía un público constante, que le perdonaba sus excesos y hasta los celebraba. Trinaba la Streisand, ganaba más fans.
Y su reputación como icono gay estaba fuera de toda duda.


En 1996, volvía por tercera - y hasta ahora, última - ocasión a dirigirse a sí misma en "El Amor Tiene Dos Caras".
Era la apoteosis de Barbra, donde, una vez más, un actor buenorro le dice en una escena que es guapísima, mientras le sujeta con delicadeza su picassiana faz.
La película es tal desmadre streisandesco que es inaguantable hasta para muchos de sus fans; por ejemplo, servidor.
Por entonces, y a rebufo del estreno, se nos relataba su amor decisivo con James Brolin.
Barbra, reconocida seductora, quien tuviera notorios romances con señores muy atractivos, decidía sentar la cabeza y decir "sí, quiero" por segunda vez, con miras de disfrutar los años de madurez al lado del canoso Brolin.

Con James Brolin

Desde entonces, salvo irrupciones inesperadas en comedias, Streisand se afirma como criatura de micrófonos, media melena y uñas, siempre uñas.
Se hace de rogar como es costumbre, pero ahí que publica discos, allá que revienta las taquillas de sus celebrados conciertos, acullá que vuelve a los Oscars.
En una ocasión, para darle el premio a Kathryn Bigelow, la primera mujer directora en recibirlo. En la última, para cantar "The Way We Were" en homenaje al fallecido Marvin Hamslich, bordador de gran parte de su repertorio.


Muchos la cuestionan, otros la imitan, se cuenta que es cursi y blanda en todo lo que gorgoritea. Pues sí, ¿y qué?
Sus admiradores también consideramos que es una diosa de la escena, un astro de la música, una actriz maravillosa y una cuestión sentimental, a la que colocar cualquier epíteto de grandeza no es suficiente.
Por favor, ponme "He Touched Me" ahora mismo y, si no me levanto de la silla en la última estrofa, es que estoy muerto.


 "Soy sencilla y compleja, generosa y egoísta, fea y bella, perezosa y emprendedora", se definió.
Barbra Streisand es también la imagen de una señora que no cambia para agradar a nadie en particular, ni en su físico ni en su manera de ser. Su admirable autenticidad no reside en sus orquestadas melodías, sino en su fidelidad a sí misma.
Y en quererse mucho, claro. Se sabe que el primer fan de Streisand es Streisand.
"Oh, Dios, no me envidies. Yo también tengo penas", dijo, mirando al Cielo, bien segura de su deidad.

Los Nazis y Las Películas

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El cine creció en el mejor y el peor de los tiempos, parafraseando a Dickens.
En los años veinte y treinta del siglo pasado, fue cuando el invento de feria se transformaba en el poderoso medio de comunicación que hoy conocemos.
Y, en aquellas décadas, irrumpían las vanguardias artísticas y el glamour de las formas, quienes ribetearan de imaginería y cultura a las imágenes del cine. 
Pero bien lo sabemos: también fue la era del fascismo y la inevitable llegada de otro colapso bélico internacional.
El cine encontró su mayoría de edad frente a los nazis y la Segunda Guerra Mundial, que se convertirían en temas recurrentes, para entender lo que había sucedido, para contarlo al público, para adornar dramas y, en definitiva, para servir de trastienda y contrapunto a muchas de las películas más aclamadas.

Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en "Casablanca"

El cine demostró su poder durante ese proceso histórico y encontró tres de sus valías: el escapismo, la propaganda y la capacidad testimonial. 
Las mejores películas alemanas de los años veinte contaron la pavorosa situación del país, a golpe de expresionismo. 
Las grandes obras de Murnau, Lang o Pabst nos traen la decadencia en todos los estratos de un país sacudido por la humillación y la crisis económica, donde los valores se hundían en el sumidero, mientras surgían las ideas totalitarias como terrible respuesta.

"El Último"

Ya en los años treinta se consideró que el aparato de las imágenes en movimiento era mucho más que entretenimiento; podía influir en los espectadores y era capaz de cambiar la opinión pública. ¿Era posible que el cine también declarase la guerra?
Alemania, ya bien ribeteada de nazismo, señaló con el dedo a "Sin Novedad en el Frente" como la película de Hollywood a detestar, esa que osaba retratar la Primera Guerra Mundial desde el punto de vista de los alemanes y además se preciaba en lanzar un sentido discurso pacifista.
Hitler la colocó en su lista de películas prohibidas y Hollywood, como imperio económico, decidió andar con cautela en torno a lo que ocurría en Europa Central. 
Se ha publicado recientemente un libro que habla de ese tácito colaboracionismo, que sacrificó ataques directos contra Hitler por un estreno en condiciones y una taquilla saneada en Alemania y países simpatizantes.
A Hitler le encantaba el cine y, cuando vio "Metrópolis", la llamó su película favorita. 
Era una producción fastuosa, hoy convertida en la obra icónica del cine mudo, que expresaba una ingenua apuesta por la reconciliación interclasista, asunto que deleitaba a los nazis. 

"Metrópolis"

La producción de "Metrópolis" también expresó la separación de la sociedad alemana en cuanto a sus nuevos dirigentes: la guionista Thea Von Harbou era una nazi entusiasta, mientras el director Fritz Lang no tardaría en hacer las maletas.
La UFA, productora del cine germánico, devino en campo de operaciones de la propaganda del Partido Nazi y el mismo Goebbels supervisaría colorines como "Munchausen", que reconvertía la historia del loco viajero en el periplo de un súperhombre inasequible al desaliento.

"Munchausen"

El documental conocía obras maestras de la manipulación, gracias a Leni Riefenstahl. 
Títulos como "El Triunfo de la Voluntad" y "Olympia" son bellezas estéticas de ideología aberrante, que tienen hoy una valía nunca antes encontrada en la Historia hasta el invento del cine: la posibilidad de ver las crónicas de los vencidos.

Leni Riefenstahl

Hollywood se posicionó en el conflicto del bando aliado cuando las cosas empezaron a ponerse feas, aunque aun en una película de 1940 como "Tormenta Mortal" se observa cierta timidez. 
Aunque trata la persecución étnica de los nazis y éstos son tratados como villanos, se evita utilizar la palabra "judíos", diciendo "no arios".

James Stewart y Margaret Sullavan en "Tormenta Mortal"

Tras Pearl Harbor, se acabaron las medias tintas y el nazi vivió su camino a la consagración como el villano definitivo en las películas norteamericanas. 
En principio, con clara vocación propagandística; con el tiempo, como un recurso dramático.
Como la sociedad, el cine norteamericano se fue enterando de los trapos sucios del nazismo de manera paulatina a lo largo de los años cuarenta. Desde ser el enigmático enemigo en la sombra a revelar como el cerdo psicópata y gasificador, sólo fue cuestión de desmantelar los campos de concentración.
Cuando las cámaras de gas de Auswitchz ocuparon primera plana, ya vencidos los nazis, Orson Welles se interesó por comprender las derivaciones del asunto y dirigió "El Extraño", la única película suya que fue un éxito de taquilla.
En ella, se habla por primera vez del nazismo como un cáncer arraigado, que no se solventaría con un armisticio y había que seguir tratando. 
Orson interpreta a un dirigente alemán huido, enmascarado tras la plácida fachada de un maestro de pueblecito yanqui. 

Orson Welles en "El Extraño"

"El Extraño" se hacía todo un clásico de la paranoia, a medida que se descubrían nazis en sitios insospechados y se imponía el juicio de Nuremberg para ajustar debidas cuentas.
Fue "Roma, Ciudad Abierta" la obra cinematográfica que hizo sacudir al mundo, porque hablaba de las víctimas a pie de calle del fascismo, ese brazo ejecutor y depravado que disparaba primero y no preguntaba nunca. 

Anna Magnani en "Roma, Ciudad Abierta"

Hollywood calcó ese esquema a su gusto; el nazi quedaba aislado de la realidad, sólo se entendía como el villano supremo e irredimible, cuya maldad moría cuando él lo hacía. Esa visión del fascismo tiene una considerable vigencia, la de entender al nazi como un alien.
Serían los directores europeos de izquierda de los años setenta quienes hablaran de las múltiples aristas del fascismo, que tuvo muchos responsables, que pervive en muchas políticas, que puede repetirse, que quizá resida dentro de nuestra más oscura naturaleza.

Ingrid Thulin y Dirk Bogarde en "La Caída de los Dioses"

En la operística "La Caída de los Dioses", Visconti señalaba a la burguesía aristocrática como la culpable del florecimiento del nazismo en los años treinta, entre su sed de poder y su decadencia moral. Se los retrata como pervertidos sexuales y depravados tiburones, que entendieron a los nazis como los ideales perros de presa hasta que éstos los devoraron.
Vittorio de Sica articuló otra responsabilidad, más inquietante: no hacer nada. 
Una acaudalada familia judío-italiana es incapaz de reaccionar frente a lo que ocurre y su idílico jardín, antes infranqueable, será sólo el testigo de su espantosa abulia, que los condenará a los campos de concentración, sin que su estatus social pueda evitarlo. 
Sucedía en la brillante "El Jardín de los Finzi-Contini".

Dominique Sanda en "El Jardín de los Finzi-Contini"

Bernardo Bertolucci ofrecía "El Conformista", una de las películas más hermosas de la Historia del Cine, donde se entiende el fascismo como la espantosa moda de una era, a la que se apuntaron muchos al considerarla como "normalidad".
Para un protagonista con un grave conflicto psicosexual, hacerse brazo armado de la política en boga será la manera de ocultarse y ser aceptado.

Stefania Sandrelli y Jean-Louis Trintignan en "El Conformista"

En el cine norteamericano, se tomó nota y brindó "Cabaret", donde se imitaba el estilo de "La Caída de los Dioses", entendiendo la sociedad alemana de los años treinta como un paraje de desolación económica, gamberrismo institucional, disparate estético y disipación moral.
La sexualidad bizarra y sin límites atribuida al nazismo reaparecía en "El Portero de Noche", donde la parafernalia nazi quedó asociada al sadomasoquismo. 
Lo fascista se hacía fetiche y muchos clásicos del cine erótico han jugado con esa fría violencia como recurso explotativo.

"El Portero de Noche"

Si el nazismo ha servido para fustigar la sensibilidad del público - "Marathon Man", "La Decisión de Sophie" -, escasas son las miradas a una realidad incómoda: el colaboracionismo.
La colaboración puede ser activa, pero triunfa cuando es por omisión. La ascensión de líderes tan terribles fue posible sólo porque alguien cerró la ventana y se desentendió de lo que ocurría.
Así nos los contó "Lacombe, Lucien", de Louis Malle, donde un adolescente francés se convierte en perro de los nazis como modo de crecer; la película retrata la idea fascista como un instinto ancestral del ser humano, la necesidad de poder, de cazar, de aprehender un mundo que no entiende.

"Lacombe, Lucien"

Y "El Tambor de Hojalata" nos ilustra el nazismo como parte decisiva de la vida de toda una generación, que llegó incluso hasta el umbral de las personas que se negaron a madurar y saber exactamente qué narices estaba ocurriendo.

"El Tambor de Hojalata"

Existen tantas películas sobre el nazismo y los nazis que puede entenderse su problemática como en el mejor libro de Historia.
Y, todavía, las miradas suelen ser superficiales o maniqueas, como en el caso de "La Lista de Schindler", una película cinematográficamente impecable, si bien depositada en manos de un director ingenuo que sólo es capaz de retratar lo sucedido como una dicotomía entre buenos y malos, entre brazos ejecutores y cuerpos desnudos que corren. 
"La Lista de Schindler" da una imagen escrupulosa del Holocausto, aunque no expresa nada: cambia la verdad de su personaje principal para hacerlo un héroe - Spielberg no podría abordarlo de otra manera - y se apoya en los colores y las trompetas para rematar la obra. 
Es curioso que una película tan buena sea, por otra parte, tan equivocada.

Liam Neeson en "La Lista de Schindler"

La frivolización del nazismo, el fascismo y el Holocausto pasa precisamente por opinar mucho y no saber gran cosa. 
Su insistencia en las imágenes y los argumentos de películas, series y documentales no ha sido siempre garantía de verdadera intención testimonial, sino más bien aval de su confirmación como un accesorio más de la cultura de masas.
Es quizá lo que expresa Tarantino con "Malditos Bastardos": el nazismo en pantalla popular no es más que un pulp fiction
El avispado Quentin hasta le cambia el final al asunto para dejar KO a esas audiencias que se creen muy cultas por saber que Hitler no murió así.

"Malditos Bastardos"

Cualquiera que piense un poco debiera saber que el nazismo es mucho más que la estrategia narrativa para que se odie automáticamente a un personaje. 
Es la gran advertencia de la Historia, que no nació con Hitler ni murió con él. Amaneció de una crisis económica, se nutrió de la vanidad humana y creció con la connivencia de los más poderosos.


En cualquier caso, acertada o erróneamente, las películas contaron el mayor desastre del espíritu humano desde todos los puntos de vista y la sociedad se enteró de lo que había sucedido.
Por ello, el cine, que una vez fue parte decisiva de la Historia, tendría que serlo otra vez y narrar con la misma energía y denuncia lo que pasó después, lo que vino más allá, lo que ocurre hoy. Lo que sabemos y lo que ignoramos de nuestros días y nuestras existencias.
Una imagen vale más que mil palabras, mil imágenes cambian el mundo.

El Amante de Los Hombres

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Hoy voy a dar una noticia que parará los rotativos de la prensa internacional.
Me gustan los hombres, me encantan, los deseo a todas horas, descansaría mejor si pudiera saciarme de ellos. 
Qué notición. Seguro que te pilla desprevenido, en shock, deberás aceptarlo. Si mi madre pudo asimilarlo, tú también. 
Sé que no te lo esperabas. Después de tantos días del maromo, quedaban dudas, sí.


Si me dieran a elegir entre pasar una velada con el artista más inspirador de todos los tiempos, con la película favorita que aún no he visto, con la comida más suculenta del mundo, con la gente que me hará rico con mis escritos o, bien, con cualquier chico que pase en ese momento por la calle, yo elegiría lo último sin el menor asomo de duda.
Los hombres tienen la suficiente capacidad de fascinación en mí que hasta el simple hecho de contemplarlos sea doloroso. 
Cuando veo alguno que me gusta por la calle, he de apartar la mirada. Y, aunque tenga un tipo de hombre - ojos azules, moreno, pecho peludo, mayor que yo -, pese a que sea fan de los tíos buenos, en realidad, me gustan todos los hombres. Son pocos los que desperdiciaría. 
Y no me hace falta acostarme con ellos. Los persigo en mi imaginación y es ahí donde los hago míos. Donde respiro ese olor, la fragancia intoxicante de la que están hechos los sueños.


El sexo y el deseo son más que mis impulsos; calibran el grado de entusiasmo que tengo por la vida en ese instante, las ganas de conectar con los demás. Si no tengo ganas de follar, es probable que esté triste, deprimido o renegado del mundo. Soy feliz cuando estoy acompañado por un hombre y seguiré sonriendo cuando se marche.
Me encantan los hombres. Cómo están hechos, cómo huelen, cómo hablan, cómo miran, cómo les crece el pelo en el pecho, cómo tosen, cómo se suenan, cómo se ríen. 
Me encantan sus genitales y sus culos. Como dijo un amigo, me gustan tanto las pollas y los huevos que soy incapaz de entender cómo a alguien no pueden gustarle.


Yo, el amante de los hombres, los amé desde bien pequeño. 
Podría decir que los primeros fueron el príncipe de la Bella Durmiente o Christopher Reeve, pero hoy no hemos venido aquí a hablar de platonismos. Así que te contaré sobre el "masaje".
En realidad, fue una broma de niños, aunque jocosamente significativa. 
Yo tendría seis o siete años y apretaba las pichas de dos de mis compañeros, que se reían de mi ocurrencia, pero también parecían disfrutarla. El "masaje", donde sobaba por primera vez una polla ajena, fue mi primer peldaño como amante de los hombres. 
Oh, me avergonzaría de ese "masaje" con la culpa católica y heteronormativa que define la educación de este mundo, así que acercarse a los hombres y demostrar deseo por ellos fue cosa para emplazar a la imaginación secreta.
Desde que empecé a masturbarme, sólo pensaba en tíos buenos. Un pectoral, una axila peluda, Marky Mark sonriendo en calzoncillos, eso era suficiente para paja.
Oh, aquellos tiempos, qué fácil era erotizarse. 
Y aquella lujuria por lo masculino era también un secreto que no me contaba ni a mí mismo, cual disociación. Siempre pensando en machos para correrme y no era capaz de decirme la palabra "homosexual".


Pasó el tiempo y el amante de los hombres pudo, por fin, encamarse con otro amante de los hombres. Para ser sinceros, fue una decepción. Supongo que le pasa a toda la gente que ha visto demasiado porno: es ir a comprar el juguete y ver que no es tan glamouroso como lo contaba el anuncio.
Mis primeras veces terminé por considerar el sexo como algo demasiado oloroso y sucio. Tardaría en entender que esa es precisamente la gracia del asunto. Había contemplado tanto folleteo en pantalla e, irónicamente, no sabía lo más importante: se acude a él porque destruye nuestros protocolos, pone patas arriba lo que nos enseñaron, hace disfrutar de aquello que la civilización atribuye a la animalidad.
De todos los hombres con los que he estado, cuyo número debe pasar el centenar, he sentido verdaderamente a muy pocos, pero siempre he salido satisfecho, de un modo u otro. Malos rollos no recuerdo ninguno y, si me he arrepentido de estar con algún tío, ha sido porque el pobre era un orco de Mordor. 
En realidad, no tengo que rendir cuentas de nada en particular y me lo he pasado bien, sí. El sexo es divertido hasta cuando es incómodo y absurdo y, quien diga lo contrario, debería follar más.


Bien es cierto que es adictivo. Cuanto más lo haces, más quieres. Cuanto más lo practicas, más piensas que todavía te queda mucho por aprender de sus misterios. 
He tenido épocas en las que no pensaba en otra cosa. En mi caso clínico, se lee que nunca he disfrutado con los roces relámpago, estilo encuentros de Grindr, cuartos oscuros y demás esquizofrenias, por las que he pasado con más puntual curiosidad carriebradshawiana que auténtica necesidad sexual.
A mí me gusta el cortejo y el ligoteo de calidad. El quickie está muy lejos de la conexión buscada, vive a millas de mi deseo por los hombres. Me gusta besarlos, acostarme con ellos, abrazarlos, respirarlos, aunque no signifique nada.
Yo me bajo los pantalones como parte de una historia, no como consecuencia de un calentón súbito.
En mi libro de dulces pecados, se escribe que he hecho algún que otro trío y he participado en dos orgías.
Aunque la idea del sexo con muchos me entusiasma, su materialización se me ha revelado decepcionante por altamente estresante. Creo que soy demasiado vago para tanto ajetreo.
Al final, prefiero estar con uno, dedicarle toda mi atención, ¿para qué más?


Me encantan los hombres. A veces, miro a esos actores ideales de las películas y me descubro atontado, examinándolos de arriba abajo, se llamen Gary Cooper, Stephen Boyd, Franco Nero o Michael Fassbender.
- Qué bueno está, qué bueno está, qué bueno está - repito, como hipnotizado.
Me encantan los hombres, sí, pero es curioso lo lejos que estoy de muchos ellos, casi siempre. Lo poco que me relaciono de verdad con los que conozco. Las escasas aventuras sentimentales que he disfrutado. Las reservas que tengo hacia acercarme a los que realmente me gustan.
Porque los hombres me dan miedo. 
A la hora de la verdad, son el terreno inseguro, el pantano donde mis pies flaquean y terminan por hundirse. Me da pavor la opinión que se puedan formar sobre mí, el daño que sean capaces de infringirme, las negativas sorpresas que esconden. Que se descubran en el momento en que me descubran a mí. Los hombres son, en realidad, el espejo de mí mismo, porque yo también soy un hombre.
Como yo, pecan por omisión. 
Es lo que no hacemos lo que más desespera. Muchas mujeres se vuelven locas por eso; entre hombres, se trazan kilómetros de incomunicación, con las palabras no dichas, las piedrecillas nunca tiradas a la ventana, las llamadas teléfonicas jamás atendidas, los orgullos siempre antepuestos y la timidez triunfante.
El deseo, el temor y la frustración, unidas en traumática soga, de donde cuelga el suspense de nuestra vida. Quizá sea esa la gracia. Y lo que más me gusta sea lo que más debo comprender. Lo que contemplo con más ansia sea lo que tengo con mirar con más atención.
La noticia que parará los rotativos internacionales sería que este amante de los hombres debería, simplemente, amarlos mejor.

Dylan McDermott

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Pelo negro, ojos azules, pelo en el pecho y mayor que yo. ¿Es posible que dijera sin decir en el último post que mi tipo de hombre es Dylan McDermott? 
No sé si lo dije sin decir - o lo escribí sin escribirlo -, pero si tuviera algo que responderle a Dylan, sería que sí, siempre que sí.


Desde que protagonizara un espectacular comeback a nuestros deseos hace dos años con "American Horror Story", la buena madurez de Dylan no ha pasado desapercibida por productores y públicos y, últimamente, se le ve con la frecuencia merecida.
Como muchos actores de su noventera generación, carreras irregulares y más bien decepcionantes se han solventado con eternos retornos a la televisión.


Antes de "American Horror Story", la televisión ya había tenido el placer.
La audiencia aún lo identifica como Bobby Donnell, el reluciente abogado de "The Practice", su papel más relevante, que lo mantuviera ocupado durante media década de los noventa.
El peligro de Catodia, bien lo sabe Dylan, sucede cuando un día las series se acaban y a ver cómo se supera el papel que se ha incorporado a lo largo de años, emisiones, reposiciones y países. 
¿La respuesta? "Hacerse un Julianna Margulies". Es decir, que venga otra serie.


A razón de títulos en pequeñas y grandes pantallas, el bello Dylan se mantuvo trabajando en un discreto, aunque sólido, margen, hasta que nos tropezamos con sus ojos, su pelazo y su torso, protagonistas indiscutibles de la primera temporada de "American Horror Story". 
Ligerito de ropa e hipercaliente aparecía McDermott por ese año inaugural de la serie de Ryan Murphy, que empezó por todo lo alto y acabó más bien fatal.
Nadie dudó de que incólume y digna de atención perduró la buenorridad de Dylan; además de los recitales de Jessica Lange, ver a McDermott en la ducha fue lo verdaderamente excitante del primer curso de "American Horror Story".


Quedó la sensación: quien tuvo, multiplica. Reconozco que siempre me ha gustado McDermott, pero ahora me encanta. 
Los años han endurecido si cabe esos rasgos tan fuertes, en magnífico contraste con los ojos hipnóticos, mientras que, como actor, ya no es el tremendo inexpresivo de otrora. 
Dylan McDermott mejora, debería inscribir en su carta de presentación, donde yo también subrayaría y pondría entre exclamaciones que ha cumplido 52 años el pasado octubre.


Tras pasar por la casa encantada, Ryan Murphy lo llamaría también para "American Horror Story: Asylum", en un papel más reducido, pero el doble de brillante.
McDermott estuvo sensacional por inusual como el trashy asesino en serie con complejo de Edipo, mientras todos admirábamos la capacidad de recuperación de la serie.
Capacidad de recuperación y también de superarse a sí misma, como confirma ahora su tercera y deliciosa temporada, bautizada "Coven".


¿Vendrá Dylan McDermott a pasearse por el Nueva Orleans de las brujas? Según parece, hay interés por ambas partes, pero habrá que despejar agendas y esperar que sea posible un hueco.
Que sea que sí, que sea que sí, rezo todas las noches antes de dormir.


Dylan ahora anda atareado con una nueva serie, la inefable "Hostages", donde incorpora a un agente del FBI involucrado en el secuestro de la familia de una importante cirujana, interpretada - terrorificamente - por Toni Collette.
La serie, que es un disparate de los que se estilan ahora, con Casa Blanca y paranoias conspiratorias de por medio, no ha convencido a la parroquia de los ratings, pese a tratarse de un placer culpable bastante potente.


Es de esas series que sabes bien en todo momento lo malas y derivativas que resultan desde su misma razón de ser, pero sólo puedes dejarte llevar por sus trucos, sorpresas y cliffhangers.
Y, al final, esta "Hostages" se revela más divertida que la bostezante "Homeland" y no tan antipática como "Scandal".


Dylan interpreta a un maloso con motivos personales, y ahí aparece con barba de tres días y vestido de inevitable chaqueta de cuero.
Como comprenderás, devoto de lo maromial, Dylan McDermott es la buena razón para engancharse a la intriga de "Hostages".
Muestra semanal de que el machote nunca muere.


Nunca muere y así lo expresa en sus cuentas de Facebook y Twitter, esas que McDermott escribe personalmente, bien dispuesto a contar cuáles son sus proyectos y, sobre todo, a transcribir citas inspiradoras.
En recientes entrevistas, Dylan ha hablado de los efectos beneficiosos de la terapia y las estrategias de superación personal; en su biografía, se cuenta que lleva veinte años sin probar gota de bebercio tras reconocerse alcohólico.
Quizá esa necesaria "ley seca" sea una de las explicaciones de que este hombre se conserve tan de puta madre.


Por lo que se deduce, es un tipo optimista y su desinteresada atención a los fans a través de las redes sociales habla bien de él como persona y personalidad.
Dylan McDermott no será el mejor actor del mundo, aunque ahora mismo no se me ocurre mejor plan audiovisual que ponerme otro capítulo de "Hostages".


Ni un segundo televisivo sin él, por favor.

Encuentro Con Myrna Loy

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Gran favorita de los años treinta, Myrna Loy luce hoy tal como fue: una criatura imposiblemente exquisita, mirada en ojos almendrados, naricita respingona y clase sin afectación.
Como personalidad y luz, es una de las mejores definiciones del glamour fílmico al viejo estilo, si bien ella restaría importancia a la hipnosis que propiciaba. Aseguró que todo fue cosa de los directores de fotografía, mientras nunca le habían quitado el sueño ni la riqueza ni los vestidos ni la ostentación.


Myrna, rebautizada "reina de Hollywood" en un tiempo, "esposa perfecta" en otro, comparaba su vivencia de la fama con la de Joan Crawford. 
Si Joan era estrella desde que entraba en la limusina para acudir al estudio, Loy nunca perdió cierta modestia, que se traducía públicamente en una profunda preocupación por lo que sucedía en el mundo.
Su inquietud por la política, el activismo y las buenas causas sería tan importante como su carrera artística, esa que, pese a asegurar su nombre en el Olimpo hollywoodiense, dio menos frutos destacables de los que mereciera una mujer de su categoría.


Sofisticada, urbana, ingeniosa, alérgica a la pretensión, el público amaba a Myrna Loy en imágenes porque no había otro sentimiento posible ante ella. 
Pero los espectadores perdieron la oportunidad de descubrir la doblez de esos personajes, la nunca contada complejidad que, como bien sabemos, no solían encontrar muchos seres femeninos en las películas norteamericanas.
Sin embargo, aunque la calidad de películas y personajes no estaba siempre asegurada, la diversión, sí. 
Y Myrna, con su mirada inteligente y sus delgados labios que esbozaban la justa sonrisa, era llamar a toda la fiesta posible.


Myrna Williams fue bautizada cuando nació en un rancho de Montana, allá por los principios del siglo pasado. Su madre soñaba con mudarse a Los Ángeles e instó a la bella Myrna a tomar clases de danza e interpretación desde muy joven.
La mudanza se cumplió a un precio; el padre murió de gripe española y fue cuando la familia tuvo la oportunidad de moverse hacia la tierra de las promesas.
Para ayudar a su familia económicamente, Myrna comenzó a trabajar en su adolescencia y sus rasgos y figura la hicieron muy demandadas por fotógrafos y artistas. 
Una fuente de California llamada "Inspiration" aún recoge una escultura modelada según la joven Myrna.


En pequeñas representaciones y vivida en fotografías, Myrna llegó hasta los ojos del mismísimo Rodolfo Valentino, quien la introdujera en las películas, a razón de pequeños papeles.
El camino fue largo y tortuoso para Myrna Loy, que empezó pronto, si bien no encontraría película a medida hasta mucho tiempo después. 
Sus rasgos exóticos, poco americanos, la hicieron vampiresa y/o malvada oriental en las demandas de casting hasta el punto del encasillamiento.


Aún con la llegada del sonoro, Myrna Loy era encontrable, ante todo, como la hija de Fu-Manchú o interpretando sexualizadas liantas en musicales y comedias.
La Metro Goldwyn Mayer le firmaba un contrato y, en un salto de fe, depositaba a Myrna en su año de gloria: 1934.
En "Manhattan Melodrama", se las veía por primera vez con Clark Gable y William Powell, incorporando a una mujer dividida entre un gángster y un político. 
La película, saga thirties donde las haya, fue un éxito, mientras el nombre de Myrna se hacía popular gracias a un suceso criminal.
El atracador de bancos John Dillinger era abatido a tiros por la policía al salir de un pase de "Manhattan Melodrama" y contaron los periódicos que, para Dillinger, Myrna Loy había sido su actriz favorita.
La Loy odió esa clase de publicidad, aunque, en retrospectiva, la hizo santo y seña de semejante época de furia.
Sin embargo, la verdadera ecuación dorada estaba en William Powell, "un auténtico caballero", como lo definiría la propia Myrna.

Con William Powell

El director W.S. Van Dyke buscaba a la actriz perfecta para interpretar a Nora Charles y, en una fiesta de Hollywood, decidió tirar a Myrna Loy a la piscina. 
El aplomo con el que la actriz reaccionó fue lo que Van Dyke buscaba para Nora y así, Myrna cayó en la película que la hizo estrella: "The Thin Man".
"Fue la que finalmente me consagró... después de más de ochenta películas", diagnosticaría ella misma.
La aleación se dijo química con William Powell y juntos fueron el matrimonio detectivesco, demasiado cool para este mundo, que resolvía asesinatos entre copichuelas, sonrisas y veladas con el perrito Asta.
Myrna y William iniciarían toda una saga de Nick y Nora, además de coincidir en otras películas, como la oscarizada "El Gran Ziegfeld".

Con William Powell y Asta

Pero fue Nora Charles el personaje que haría de Myrna Loy el ideal femenino de la época, vestida en pieles, esculpida en ligereza.
La Metro se plegaba ante ella y le daba toda clase de aventuras, comedias y dramas, al lado de los actores más reconocibles de entonces.
En una famosa encuesta de una revista, los lectores eligieron a Myrna Loy como reina de Hollywood, mientras proclamaban rey a Clark Gable. No había duda de que los años treinta se conjugaban con naricita y orejotas.

Con Clark Gable

Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial, Myrna aplazó su agenda cinematográfica, dedicando energías por completo a ayudar en el conflicto. Fue tal la determinación que llegaría a oídos de Hitler, quien no dudó en apuntar a Myrna Loy en su lista negra.
El público no volvería a verla en pantalla hasta terminada la guerra, cuando sería especialmente aplaudida en la película que contó la resaca bélica como ninguna otra: "Los Mejores Años de Nuestra Vida".
Quizá sea la mejor donde intervino Myrna; en ella, interpretaba a la paciente mujer de Fredric March. 
La aparición de personaje tan doméstico y confortable rebautizó a la actriz como "la esposa perfecta".

Con Fredric March en "Los Mejores Años de Nuestra Vida"

El encanto devino en furor y se fundaron clubs a lo largo del país, con el nombre de "Los hombres deben casarse con Myrnas". 
A ella no le gustó la idea. "Las etiquetas te limitan, porque limitan tus posibilidades. Así es como piensan en Hollywood", aseguró. 
Y basta ver la película para entender que, nuevamente, Myrna era una hermosa segunda de a bordo, con un personaje sin misterio insinuado, mientras ellos eran los que se lucían. 
Podría decirse que fue una tónica dentro de su carrera y, si bien tiene intervenciones memorables, Myrna Loy nunca consiguió un papel de envergadura ni jamás fue nominada a ningún premio. 
Siempre estuvo bien, con un timing perfecto para la comedia y un estilo de actuación de naturalidad impactante aún hoy en día, pero los tour-de-force y las fanfarrias de valía nunca aparecieron. Sucumbieron a la "esposa perfecta", rol que repetiría durante los años cuarenta y cincuenta.
"Qué perfecta esposa debo ser. Me he casado cuatro veces, no tengo hijos y no sé freír un huevo".


Papeles de mayor voltaje dramático irrumpieron a última hora  - "Lonelyhearts" o "Desde la Terraza" - donde se la vio más trágica que nunca, aunque sus actuaciones se dispersaban y enrarecían hasta el punto de la anécdota.
Los intereses políticos y su alergia al glamour pueden ser la respuesta. Demócrata convencida, Myrna Loy fue también la primera actriz en ocupar un puesto de consejera en la UNESCO, mientras habló pestes de lo que tramaba Ronald Reagan.
Pero Myrna no era mujer de hablar mal y bien lo sabían todos sus compañeros de profesión, que aseguraban adorarla. 
William Powell era su favorito, por supuesto, aunque tuvo buenas palabras para todos, incluyendo a Joan Crawford, a quien llamó "amiga de por vida", justo cuando la hija adoptiva la puso a caldo en la famosa biografía.
Por entonces, Myrna ya estaba retirada, concedía puntuales entrevistas y permanecía como ese baluarte de toda una época de cigarrillos bien fumados y atmósferas art-decó, aquel universo donde su naricilla parecía un desafío a tanta perfección.


Su falta de premios indignó a muchos, que conformaron una petición para que la Academia le concediera un Oscar honorífico. Sucedía finalmente en 1991. Myrna apareció desde su apartamento neoyorquino, vía satélite, y dio unas sinceras y breves gracias. 
Fue la última vez que se la vio. 
Tres años más tarde, moría en Nueva York durante una operación, marchándose de una vida bien vivida con ochenta y ocho años de edad. 
Sus restos descansaron en Montana, como si todo volviera a empezar otra vez.


Desde su aparición en "The Thin Man" hasta su agradecimiento en los Oscars, quedó en nuestra apreciación de Myrna esa generosa ración de incógnita que se guardaron para sí muchas estrellas del ayer.
Ese proverbial "quiénes eran en realidad", que, a veces, se responde con un simple "gente trabajadora y exitosa".
Así fue Myrna Loy, quien complementara su poderosa imagen con un esfuerzo de honestidad que permaneciera junto a ella hasta el último día.
Cierto que nunca hubo suficiente Myrna para saciar nuestra sed por esta mujer sexy, inesperada y cálida, aunque sólo un segundo con ella se contó siempre más delicioso que una vida entera con cualquier otra.

Baratijas de Oro

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La Historia del Cine se compone de los grandes éxitos, de los más sonoros fracasos y de las visionarias obras de los mejores directores, escribiríamos como conclusión si buscáramos la simpleza.
Un análisis más profundo e informado del fenómeno que representan las películas en nuestra cultura no podría quedarse en esa superficie del cine divulgado.
Tendríamos que indagar forzosamente entre el variopinto consumo que ha disfrutado el séptimo arte desde sus inicios.

"T-Men"

Hoy nos colamos por la puerta de atrás del cine, en busca de las películas de bajo presupuesto, nunca tomadas en serio en su momento de estreno, vindicadas por la posmodernidad y siempre curiosas reliquias de un tiempo y un modo de producción. 
Navegaremos por la serie B americana, los terrores de la británica Hammer y los mediterráneos spaghetti-western, para arribar a la conclusión de que esas películas, que suplían grandes presupuestos con estrategias de promoción, han sido, en muchas ocasiones, más decisivas e influyentes que cualquier otra.

Simone Simon en "La Mujer Pantera"

Hay que destacar que, en todo caso, el bajo presupuesto no significa necesariamente ni sinceridad ni valía ni interés. 
Encontramos en la serie B la misma variedad que en cualquier estrato, país o gama de producción: hay películas magistrales, otras, buenas, unas, regulares, y otras, para pegarse un tiro.


Sí es cierto que el cine de serie B tiene una importancia retrospectiva, desde su simple estética. Vivía más apegado a la calle, era más inmediato en su abordaje sensacionalista de la violencia y el sexo, y no se hipotecaba tanto al glamour, las estrellas o las fórmulas de sonrisas. 
Muchas películas de serie B dan una imagen más realista y exacta de su tiempo. Se conocen y estudian mejor las paranoias, modas, protocolos y maneras sociales por una película barata que por la más postinera y multioscarizada superproducción.


Para rastrear los orígenes del cine de bajo presupuesto, hay que llegar a Hollywood. 
El cine sonoro trajo la consolidación de los grandes estudios, esos que monopolizaron el mercado, se atiborraron de estrellas y pagaban peaje en Wall Street. La exhibición estaba en sus manos, por lo que dedicarse al medio en aquellos tiempos requería traspasar las verjas sagradas de la Metro, la Warner, la Fox, la RKO o la Paramount.
Por aquel entonces, no existía ni el cine independiente ni quedó ninguna alternativa rastreable a ese modelo; el cine underground era anecdótico y, como su nombre indica, estaba bien enterrado.
La serie B nació como consecuencia de ese monopolio. Desde entonces hasta ahora, Hollywood ha desplegado una táctica comercial infalible. ¿Quiere usted, señor exhibidor, una película lujosa y revientasalas? Muy bien, la tendrá, pero habrá de exhibir necesariamente estas tres mierdas como accesorio. 
El cine norteamericano todavía sigue aplicando esa política de lotes, que derrota de entrada a la competencia.


En aquellos años treinta, se implantó la tradición de la doble sesión. 
El double feature se componía de una película de serie A, registrada en grandes estudios, y, a continuación, una película de serie B. 
Ésta solía responder a seriales de aventuras, westerns baratos, pseudocumentales moralistas, intrigas policiacas o entregas de ciencia ficción; la proliferación de cada género dependió de década y modas.


La serie B norteamericana se fundamentaba en la rapidez y podría entenderse como la mirada capitalista que Hollywood ha aplicado al cine; un mercado donde usted encontrará artículos de lujo y otros de gama blanca.
En cualquier caso, es difícil distinguir a veces esa frontera entre lo A y lo B. 
Por ejemplo, súperproducciones como "La Reina Cobra" parecen de serie B hoy en día; sus ideas eran de derribo y su espectacularidad de antaño no ha resistido el paso del tiempo. 
Otras, como "The Man I Love", aparecen como una región intermedia; es una producción Warner, aunque todo en ella tiene un aspecto B, desde los actores elegidos hasta los ambientes, pasando por la condición derivativa y mixta del resultado final.

Ida Lupino y Robert Alda en "The Man I Love"

El aspecto B pasa por el ambiente vulgar, los actores poco conocidos y la modestia general.
Monogram Pictures fue uno de los lugares emblemáticos de producción de las películas baratas de entonces.
Algunas fueron grandes éxitos, como "Dillinger", que recogía la historia del famoso atracador de bancos con ese estilo documental tan propio del bajo presupuesto.

Lawrence Tierney en "Dillinger"

"Dillinger" hizo de Lawrence Tierney una estrella inesperada y también inusual. Era el protagonista antiheroico, malvado sin remisión y duro como una piedra, que aparecería en otros clásicos de la serie B como "Born to Kill" o "The Devil Thumbs A Ride". 
Tierney es una de las muestras de lo mejor de esas películas, que daban un lado más canalla, afilado y sin concesiones a las pantallas cinematográficas.

"The Devil Thumbs A Ride"

Otro gran éxito de la serie B se llamó "El Demonio en Las Armas", que aprovechaba la leyenda de Bonnie & Clyde y la transfería a un universo contemporáneo. 
Dirigida por Joseph H. Lewis, aclamado director de estos terrenos, sus imágenes ahorradoras y tremendamente eficaces revelarían un nuevo estilo de abordar el policiaco.


Y no hay película que simbolice mejor el año 1945 que "Detour", ultrabarata cinta de Edgar G. Ulmer, donde el tono desencantado y amargo calibraban el final de la guerra y el principio del desconcierto atómico.

Tom Neal en "Detour"

Concebida como una oficina de empleo o una primera puerta hacia pastos más verdes, la serie B supuso el primer gateo de muchos directores, luego prestigiosos y absorbidos por la gran maquinaria, como Anthony Mann, Jacques Tourneur o Robert Wise. 
Sus primeras películas en esos márgenes modestos se nos revelan más personales e imaginativas que las súperproducciones que firmarían años después.
Ahí están "Raw Deal" o "T-Men", dirigidas por Anthony Mann en los años cuarenta, tan queridas por Martin Scorsese. 
El tono claroscuro de las imágenes, las miradas a la delincuencia y la agresividad callejera, el pesimismo ante la reinserción social o las odas al antiheroísmo se revelan modernas a nuestros ojos.

Dennis O'Keefe en "Raw Deal"

Para sombras y luces, las de Jacques Tourner a las órdenes del productor Val Lewton. 
Aventurados en cintas fantásticas, decidieron suplir la escasez de efectos creíbles por el desconcierto que provoca la oscuridad. 
La necesidad del ahorro fue lo que reveló que ocultar es más sugerente e inquietante que mostrar. 
Desde "La Mujer Pantera", una película de tensión psicosexual inaudita, se sentaron las bases de un cine de serie B con fisonomía artística.

"La Mujer Pantera"

Todas estas cintas apenas ocupaban espacio en las columnas de opinión de entonces, que relativizaban su importancia verdadera y, a veces, atacaban de lleno su desmedida agresividad o sus excesos melodramáticos.
Se diferenciaba por entonces el gran drama de la cosa génerica.
En ésta, estaba incluida la ciencia ficción, género condenado a la serie B y que no conocería tratamiento de lujo hasta la llegada de "2001, una Odisea del Espacio".

"Them!"

Hasta entonces, vivió en la doble sesión y en el drive-in, marcado en letras enormes, que metaforizaban los miedos generales de la época. 
Estamos en los años cincuenta: el temor atómico y la paranoia anticomunista se contaron, como nunca, bajo la excusa de invasiones alienígenas o monstruos devoradores.
El regusto camp ya se detectaba por entonces, aunque las mejores aún logran transmitir una escalada de tensión irrepetible. 
"La Invasión de los Ladrones de Cuerpos" jugaba, como "La Mujer Pantera", a la ocultación de lo que estaba pasando; todavía es increíblemente terrorífica.

Dana Wynter y Kevin McCarthy en "La Invasión de los Ladrones de Cuerpos"

Jack Arnold prefería jugar con el "si fuera..." y dar un tono cientificista a sus películas. 
La mejor de Arnold se llamó "El Increíble Hombre Menguante", que, tal y como el nombre indica, contaba el caso de un hombre que empequeñecía, por mor de los efectos de una nube tóxica. 
La premisa es de serie B, así como el ambiente y los actores, pero la película se introduce en todas las aristas del drama y termina por irrumpir un discurso existencialista insólito en otro film comercial de los años cincuenta. 
Como los melodramas de Douglas Sirk, dentro de un espacio acotado, aparece una navaja que rasga y pone en solfa el establishment de la era.

"El Increíble Hombre Menguante"

A finales de la década de los cincuenta, la doble sesión de los cines se nutrió de una tácita invasión británica, que renovó el interés por el terror. 
De nuevo, se volvía al impacto, a la agresividad, al sexo. Las sensaciones puramente cinematográficas, ahora a todo color.

"The Devil Rides Out"

Nacía la Hammer, productora inglesa, que sacó a los monstruos clásicos de la memoria - Drácula, Frankenstein, el Hombre Lobo - y los devolvió a las retinas. 
Las películas de la Hammer apenas fueron tomadas en serio en su momento de estreno, pese a que algunas fueron unos éxitos tremendos. 
Aunque daban una imagen lujosa, lo cierto es que gran parte del presupuesto prefería dedicarse a la promoción avasallante y los gimmicks publicitarios. No eran películas especialmente caras y las mejores recurrieron a la imaginación para parecerlo.

Christopher Lee como "Drácula"

Destacan, ante todo, las dirigidas por Terence Fisher, todo un maestro de la composición, que llenaba de intensidad estas miradas lascivas a mitos victorianos. 
Incluso las más disparatadas se llenan de colores arrebatados y feroz romanticismo; pocas de sus películas son enteramente satisfactorias, pero todas son brillantes, distintas. Un nuevo paraje que ofrecía un cine alternativo, bajo la coartada del género.

"Frankenstein Creó a la Mujer"

Renovar un género popular ha sido santo y seña del cine barato. Es donde se conecta con los espectadores de una manera básica, mientras relanza la sensación de novedad. 
Así apareció el western europeo, llamado spaghetti western, producido por el cine italiano y rodado generalmente en el sur de España.

Clint Eastwood en "Por Un Puñado de Dólares"

"Por Un Puñado de Dólares" no fue el primer spaghetti western, pero sí el inicial éxito, que atestiguó que el género sobre la Historia norteamericana había acabado convertido en tal cómic que podía ser manejado por cualquiera, hasta más allá del océano. 
La verdad es que Sergio Leone y otros chefs del western europeo dieron una mirada al Oeste más exacta, por sucia, agresiva y política, que cualquiera de los grandes clásicos del género. Leone habló de que el western se había vendido al psicologismo, mientras perdía su rudeza, su fuerza y todo aquello que caracterizaba a los pioneros del Viejo Oeste.
El spaghetti-western, otra moda manierista que aún abomina a muchos críticos, es una de esas corrientes que se inmiscuían en terrenos de profundidad e iconoclastia, precisamente desde su condición derivativa.
Las más distinguidas, firmadas por los dos Sergios - Leone y Corbucci -, mejoran con el paso del tiempo y sólo se las puede calificar de hipnóticas.

Jean-Louis Trintignant en "El Gran Silencio"

La victoria del cine rápido, barato, sexualizado, violento, fue observada con mucho detenimiento por un Hollywood que veía a sus amados estudios en la bancarrota, allá por los años sesenta. 
Sólo así se entiende que llamara a un cineasta de la sexploitation como Russ Meyer y lo llevara hasta la Fox para firmar "Más Allá del Valle de las Muñecas", apuesta de una major por el sensacionalismo, por el erotismo directo, por la parodia, por todo lo que buscaban los espectadores.

"Más Allá del Valle de las Muñecas" 

Roger Corman, controvertido productor de cientos de películas, se haría la voz contestona en aquellos tiempos por el interés que despertaron sus títulos. Algunos, muy interesantes; otros, demenciales. Corman es esa doble faz del cine de bajo presupuesto: puede ser puntero y distinto en ocasiones, pero majadero e inútil en otras.
Bajo la tutela de Corman, comenzarían directores como Peter Bogdanovich, Francis Ford Coppola o Martin Scorsese, aunque es cierto que nada de lo que hicieron para Corman se compara con lo que dirigirían después.
Los años setenta no sólo vivieron la proliferación del cine basura, sino también su vindicación como icono cultural. 
La mayor oda a la serie B aparece en "The Rocky Horror Picture Show", que, a su vez, se asumió como maldita para popularizarse entre una generación amante de la ironía.

Susan Sarandon y Barry Bostwick en "The Rocky Horror Picture Show"

Los viejos seriales de aventuras y ciencia-ficción eran añorados por George Lucas y Steven Spielberg.
"La Guerra de las Galaxias" y "En Busca del Arca Perdida" instigaban la cuestión sentimental de los héroes de la radio, las películas baratas y los cómics en un tratamiento hiperpresupuestado. El descomunal y duradero taquillazo de ambas es significativo.
El cine a la venta, a través del VHS y el DVD, ha dado la posibilidad de recuperar la serie B, las películas perdidas, los márgenes del catálogo, las nunca nombradas en las enciclopedias cinematográficas; esos títulos que alabaron muchos directores y críticos europeos, mientras otros norteamericanos las recordaban como parte de su educación sentimental.
Quentin Tarantino, ávido consumidor de cine de bajo presupuesto de todos los países, no para de declarar su amor por los productos explotativos, el western europeo y todo lo que se conjuga con B.
En "Reservoir Dogs", podíamos ver a Lawrence Tierney, el mítico "Dillinger" de la Monogram; en "Django Desencadenado", nos topábamos con Franco Nero, estrella de los mejores spaghetti western de Sergio Corbucci.

Franco Nero en "Vamos A Matar, Compañeros"

Quedaba la nostalgia. Aquel cine barato había muerto en los años ochenta, cuando se empezaron a producir menos películas para hacerlas más grandes.
Las películas destinadas al vídeo, los telefilms y las series de televisión han sido, desde entonces, la puerta de atrás de la producción audiovisual. 
Es ahí donde se encuentra ahora esa primera - o última - parada para actores, directores y resortes básicos audiovisuales, también apoyados en el sexo, las premisas fantásticas, el sensacionalismo o la descripción de la vida urbana.
Como hemos dicho, la valoración por el bajo presupuesto no debería rendirse al simple fetiche o a la hipervaloración de su estética desfasada.
Ha de aclararse que las intenciones de las películas baratas fue rendir beneficios de la manera más básica posible y mucha de su importancia simbólica se aplica en retrospectiva.

Digamos que la serie B es como un vasto yacimiento donde se encontrará el oro si se rasca entre la tierra con suficiente fruición.

La Nada Perfecta

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Hace años, curiosamente por estas fechas, todos me decían que estaba sordo.
- ¿Qué has dicho?
- Josito, estás como una tapia. Vete al médico.
Creíame sordo, al menos con un tapón en el oído bien hermoso que me impidiera escuchar las conversaciones.
- Perdona, ¿qué has dicho?
Sí, tenía que estar sordo. Casi lo sentía, mientras iba derecho al otorrinolaringólogo, que me hizo pruebas, cubrió un oído, me habló y pidió que repitiera sus palabras. Me hizo preguntas sobre mí, mientras él cerraba los ojos y tapaba el otro.
Miró a través del pabellón auditivo con sus aparatejos, hizo un gesto meditativo y concluyó:
- Tienes una audición perfecta.
El tapón había sido somático, la sordera, también. 
- Estás distraído, absorto. Es sordera selectiva, de la parte central, psicológica. No atiendes, te abstraes. - aseguró el médico.
"Sordera de la parte central", escribí en un sms a uno de los amigos que me habían acusado de Helen Keller de la vida. 
Quizá ellos necesitaban un logopeda para hacerse entender. Entonces recordé que el colega que tenía que repetirme las cosas con más frecuencia era precisamente aquel que mayor número de tonterías decía. 
De manera inconsciente, lo desoía.


El déficit de atención. Qué gran invento de nuestro tiempo. Siempre he pensado que está fuertemente vinculado con... Perdón, acabo de perder la concentración. Siempre he pensado que está fuertemente vinculado ¿con qué? 
En fin, con la generación Facebook, creo que esa era la idea general. Sí, muchas pantallas, mil mensajes y la incapacidad de dedicar la atención en una cosa concreta.
Si, al final del día, te pidieran un resumen de todo lo que has leído, recibido y aprendido en tu smartphone y en las redes sociales, dirías un simple:
- Nada, nada relevante.
Nada. La nada perfecta, ideal para la suspensión intensificada de los sentidos. Para acallar todo aquello que debes hacer. Es la amiga íntima de la procrastinación, la amante bandida de la vagancia.
Yo, como gran sordo selectivo, sé de lo que hablo.
Cuando consigo romper el déficit de atención, en el momento en que dejo de contemplar la pantalla, miro a mi alrededor y me encuentro con la nada perfecta. 
Es tan terrorífica que vuelvo la vista al teclado. Es el modo de desoír el vacío que me rodea y desatender las cosas pendientes, mientras retroalimento mi creciente aislamiento. 
El autoengaño es tan desproporcionado que, igual que me creía con un tapón en el oído, ahora pienso que esta nada es simplemente perfecta. Trato de convencerme que estoy bien así, sin trabajo, sin gente alrededor.
Sólo con la compañía de televisiones que se encargan de vivir por mí. Solo.


Hace un año, curiosamente por estas fechas, me miraba al espejo, me escribía una carta desde el futuro y confesaba el tiempo que llevaba sin trabajar.
Confiaba en el mañana; a estas alturas, la dinámica habría cambiado, pensaba. ¡Já! Añade un año al desempleo.
Hoy me vuelvo a mirar en el espejo, pero no contaré los años ni los meses, ni mucho menos los confesaré, porque no tengo ganas. Sólo siento rabia.
No le voy a echar la culpa a la crisis, porque sé muy bien que es cosa mía. Es la sordera selectiva y el autoengaño motivado, que se excusa, se culpa y se perdona. En esa espiral, siempre, una y otra vez.
Frente al espejo que dice la verdad, me veo sin nada decisivo que hacer, sin energía para cambiarlo. Esperando que pasen los días, los meses, los años. A la espera de quién sabe qué. Horas muertas, mando a distancia y rutinas que simulan profesión, dedicación, oficio. Día tras día. El tiempo vuela, joder.
Podré sedarme todo lo que quiera con películas y paseos, pero me conozco bien. Sé analizarme, conozco mis resortes, mis argucias, mis enemigos interiores. Sé lo que estoy haciendo, hacia dónde me dirijo, de qué lugar estoy huyendo.
Si hoy dijera la verdad, aseguraría que odio el trabajo. Aunque no odio trabajar exactamente. Es más, ahora mismo lo necesito más que cualquier otra cosa. Una ocupación que me deje exhausto y me impida comerme el tarro.
Lo que detesto es la espantosa parafernalia: las relaciones laborales, simular que soy una persona diferente, sonreír, callar, acatar órdenes de gente más tonta que yo, soportar compañeros. 
La fuerza de la gente ante las situaciones que viven cada día en sus ocupaciones me parece increíble. La envidio y también me atemoriza.
Temo que el trabajo me haga duro como ellos. Me cambie, me haga una persona triste. En cierta manera, ya lo consiguió. El tiempo que he estado trabajando es cuando me he sentido más solo y más inútil.
Y también odio trabajar en cosas para las que no sirvo. Porque no sirvo para gran cosa. 
En realidad, sólo sé besar y escribir. Lo apuntaré en el currículum, sí. Besos y posts. El resto, sordera. 


Hoy puedo poner mil excusas para obviar al resto del mundo.
Puedo poner excusas para no salir este viernes, o el pasado, o el siguiente.
Diré que es el frío, el dinero, el hecho de que los bares están medio vacíos, que hace frío, mucho frío, que se ha descargado una película de Kobayashi, que estoy mejor en casa, que mañana empiezo la novela, que no es cuestión de resaca. 
El otro día, encontré otra disculpa. Quiero evitar el momento en que alguien me pregunta: 
- ¿A qué te dedicas?
Durante estos años, he respondido de las más imaginativas maneras.
He llegado a decir "guionista", porque es lo último que estudié y la supuesta profesión. Pero ¿puedes decir que eres guionista cuando hace años que no escribes una secuencia y, aún más tiempo, del que te pagan por ello?
Otras he dicho "escritor". Es la respuesta más de tirarse el rollo, aunque quizá sea la más acertada. Eres artista y, por tanto, vives del cuento. Entendible. "Escritor". Pocos escritores comen de lo que escriben y bien se conoce que esto lo estás leyendo de gratis.
Algunas ocasiones he contestado: 
- ¿Yo? A la prostitución. Serán sesenta euros.
Los chicos listos entienden que es una broma y quieren saber más. 
Si digo que soy guionista, puedo añadir remates. Preparando proyectos, escribiendo un blog, esperando que pase la crisis. Cosas así, que no dicen nada, aunque simulan movimiento, acción, motivación.
Lo malo es cuando se ponen curiosos y quieren saber la dirección del blog. O, peor, cuando me preguntan de qué vivo. Esos últimos me van a juzgar necesariamente con la mirada, así que contesto entonces:
- De la prostitución. Serán sesenta euros.
A veces, desmadejo la madeja y digo simplemente: 
- ¿Yo? A nada. 
Sí, a la nada perfecta. Es mi profesión, mi oficio y mi beneficio. Este paraje insólito, donde el que tendrá que adivinar su futuro debe ser otro. Yo, no. 
Todos los días me repito que he de encontrar la manera de romper hábitos y buscar fuerzas para salir de la nada perfecta.
Mientras, veo al resto de la gente, corriendo por la vida, relacionándose, encontrando cosas nuevas que hacer, engordando currículums, navegando a viento y marea en un inclemente paisaje laboral.
Y yo, helado, petrificado en la orilla, con la mirada perdida, demasiado miedoso para meter un solo dedo del pie en el agua fría.
Soy un maldito Peter Pan.


Me disculparás hoy, me juzgarás, llorarás por mi talento desperdiciado, me darás ánimos. Y yo escribiré otro post emocionante dentro de cierto tiempo, donde te contaré que todo sigue igual o que todo ha cambiado. 
No es cuestión de mirar atrás ni de pensar en futuros mejores. Tal vez, hartarme de mi perfecta nada en este mismo segundo sea la posible respuesta.
Aunque, sinceramente, no tengo ni puta idea de cómo salir del embrollo de mi dudosa madurez como persona. Este post, como yo, no encuentra conclusión.
Hace muchos años, por estas fechas, todos me decían que estaba sordo. Ahora, hoy, sólo sé que estoy tonto, tonto, tonto.


Aaron Eckhart

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Además de alabar los físicos y encantos de los más guapos con la baba colgando, "El Día del Maromo" vale en muchas de nuestras luneras ocasiones para reivindicar actores cuya presencia se añora con la frecuencia merecida.
Y entre éstos, no hay otro como Aaron Eckhart, ese hombre que gusta a todo el mundo, menos a las películas de importancia y los premios de circunstancia. 


¿Por qué?, me pregunto cuando me despierto cada mañana, ¿por qué no hay más y mejor Aaron Eckhart? ¿Acaso existe tío más machote, buenorro, rubiales y talentoso en Hollywood?


Con ese aire a Randolph Scott, esa barbilla partida, esa cabeza de facciones rectas y esa mandíbula tan norteamericana, Aaron hubiese sido toda una estrella del western en otros tiempos.
Es un duro que da confianza hasta el punto de parecer suave, sería el héroe que se baja del caballo para regalarte una flor del camino.
Pero estamos muy lejos de westerns.


Ahora, como muchos actores de su edad y generación, Aaron Eckhart luce perdido en películas que no son grandes éxitos y/o son peores que un dolor. En general, nada a su altura.
Diríase que trabaja poco y disperso, tónica que ha recorrido su vida, aunque, en el interín, siempre ha tratado de mejorarse a sí mismo en su vida personal y su técnica interpretativa.


Un chico honesto, aparte de avasalladoramente atractivo, Aaron Eckhart ha sido estrella secreta en muchas de las películas que ha intervenido. 
Su Harvey Dent trocado en Dos Caras era lo mejor y más inusual de "El Caballero Oscuro", título que lo hizo conocido a ojos blockbuster y también el que revalidaba su querencia por hombres caídos a la corrupción. 
Hasta ahora, ha sido el momento más noticiable de Eckhart en su carrera interpretativa, esa que había empezado desde muy pequeño.


Nacido en una familia mormona, Aaron tuvo una existencia bastante nómada durante sus años de formación hasta asentarse en Nueva York, donde el esfuerzo estaba en conseguir una oportunidad frente un desolador desempleo. 
La llegada de Neil LaBute, dramaturgo y cineasta, fue el golpe de suerte, y, desde entonces, ha sido su mentor y quien lo embarcara en papeles interesantes, si bien relegados a ámbitos independientes.


Las noticias sobre Aaron se aceleraron cuando se le vio como el novio motero de "Erin Brockovich" y, en otro papel de corruptelas y entretelas, como el lobbyista de las tabacaleras en "Gracias Por Fumar". 
Fue la película que lo depositara en terrenos comerciales y también su oficiosa prueba de casting para "El Caballero Oscuro".
Recuerdo cuando se estrenó "El Caballero Oscuro" oír a más de un amigo decir que ni Christian Bale ni Heath Ledger. "Tienes que ver a Aaron Eckhart, Josito, qué tío más guapo".


Desde entonces, se convirtió en secreto a voces, favorito de culto, aunque lo restante ha sido, como decíamos, nivel decepción.


En cualquier caso, es un tipo que siempre está bien, maromial e interpretativamente hablando. 
Era electricidad como el policía neurasténico, intoxicado - y, nuevamente, corrupto - de "La Dalia Negra" y, mientras todos los elogios se dirigían a Nicole Kidman, yo insistía que, en "Rabbit Hole", Eckhart estaba mucho más fino y sutil como la otra mitad del matrimonio devastado por la muerte de su hijo.


A pesar de que las oportunidades de auténtico brillo sean contadas, Aaron tiene pendientes unos cuantos estrenos para los próximos años. 
Quizá exigir más para él sea exigir más para el cine comercial norteamericano, que minusvalora a sus hombres de excepción o los embarca en proyectos imposibles. 
Sin ir más lejos, una de sus próximas películas será vendernos a Aaron como monstruo de Frankenstein. 


Las costuras no impiden ver la alta definición macizoide, inevitable en estos tiempos por cualquier actor que se quite la camiseta. 
No nos quejaremos, señor mío, aunque la desvergüenza del producto está fuera de toda duda.


¿Habrá mañanas benevolentes para ti, para mí, para Aaron y para el mundo?
Repetiré en cualquier tribunal que me pida jurado testimonio: "Yo sólo quería más y mejor Eckhart, señores de Hollywood".

Garra y Talento Según James Cagney

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Evocar su nombre significa cantar puro estrellato del Hollywood clásico y, a la vez, rememorar una de sus benditas excepciones: ni era canónicamente bello ni sus mejores personajes fueron modelos a seguir.
"¡Tú, sucia rata!", decían sus imitadores, citando la frase que nunca dijo. 
Aunque su carrera es un ramillete de personajes, James Cagney fue, sobre todo, el gángster de las películas. Y también la primera vez que se intuía algo más detrás del galvanizante villano de las calles.


El cine sería menos sin James Cagney, que no quepa duda.
Su sonrisa sádica en sus más recordadas apariciones define la contradictoria experiencia que buscamos en las pantallas: la excitación ante la presencia de la maldad.
Y los finales estaban siempre a la altura de los personajes. Nadie se ha muerto de maneras tan variopintas, graciosas e inolvidables como los gángsters interpretados por James Cagney.
No sólo de malvados de ametralladora vivió el hombre, que también podía bailar, cantar y emocionar en seres bondadosos, especialmente necesarios en tiempos difíciles.


Pequeño, cabezón, de mentón pronunciado, más bien feo y, aún así, raramente atractivo, dotado del empuje del carisma, electrizado de su avasalladora energía, esa que se contagiaba desde pasos de claqué hasta la actitud urbana de su lugar de procedencia.
Considerado uno de los actores más finos, multitalentosos y comprometidos de su tiempo - "el mejor actor de cine", en palabras de Orson Welles -, James Cagney fue una victoria más de la personalidad masculina en el celuloide norteamericano; un joven espabilado y protestón con sed de buenas películas que devino en hombre tranquilo y venerable testimonio de pretéritos escenarios.

"Desfile de Candilejas"

El escenario original de James Cagney es como la primera secuencia de cualquiera de sus películas.
El Lower East Side de Manhattan fue el lugar de nacimiento, dentro de una familia devastada por la extrema pobreza. Varios de los hermanos de James Francis Cagney, Jr., habían muerto en la cuna y la madre temía lo mismo del recién nacido.
Afortunadamente para el mundo, el pequeño Jimmy sobrevivió.
Su padre, alcohólico, irlandés, camarero, boxeador, pereció a la gripe española. James ya fundía las calles de Manhattan con su tap cuando comenzó a trabajar en prácticamente todos los oficios disponibles para su extracción.
Un día, se asomó por la verja de los Vitagraph Studios y anheló participar en las películas.
Consiguió pequeños trabajos de extra y, en cuestión de años, se subía por primera vez a un escenario teatral. Lo hizo vestido de mujer en el coro. Para ello, se libró de su timidez y salió a bailar en faldas.
En aquellas representaciones de vodevil, perfeccionó su claqué, mientras conocía a Frances, apodada "Billie". 
Con ella, se casó en 1922 y con ella, permaneció hasta el último día de su vida.
El teatro fue donde nació y creció James Cagney como artista y su primera película en Hollywood fue una adaptación de una exitosa obra en la que participó. 
Sucedía en 1930, se llamaba "Sinner's Holiday" y el personaje de James era iniciático: un chico tan duro como miserable, entregado fatalmente al crimen.
Casi sin pretenderlo, James Cagney, con su insolente actitud neoyorquina y su dicción que parecía masticar los diálogos y arrojarlos con rapidez, se hizo primerísima generación de actores del cine sonoro.


El gran momento llegaba cuando, ya fichado por la Warner, protagonizaba el drama gangsteril definitivo: "El Enemigo Público". La película, de una violencia inusual, se hizo un éxito de la noche a la mañana y el público se volvió majareta por Cagney.
Interpretaba a Tom Powers, contrabandista de licor y demonio callejero, que le estampaba un racimo de uvas a Mae Clarke por pasarse de lista.
Esa escena de misoginia es emblema del cine clásico donde los haya, y también adelantada a su tiempo, avanzadilla de la visceralidad buscada por cines más realistas.

Con Mae Clarke y las uvas en "El Enemigo Público"

Desde entonces, en todo restaurante que pisó Cagney se le ofrecieron uvas a cuenta de la casa. 
Él no estaba precisamente satisfecho con la violencia de "El Enemigo Público", película que, en cualquier caso, contaba más de su sensacionalista apariencia. 
Hablaba del origen pobre y desfavorecido de los grandes gángsters, esa verdad incómoda de las sagas rags-to-riches de la vida real.


En "Ángeles Con Caras Sucias", daba mejores matices a otro criminal de infinito sadismo y, aún así, aclamado como un héroe por los chicos del barrio. 
De nuevo, de presencia imponente, puro nervio, encontrando una conclusión tan imborrable como su personaje.

"Ángeles Con Caras Sucias"

La Warner no sólo quería encasillarlo, sino también aventurarlo en productos indignos, estrategia de estudio que acarrearía no pocos problemas. 
Junto a Bette Davis y Olivia de Havilland, James Cagney fue uno de los grandes respondones de la Warner y llegó a ganar un litigio por incumplimientos contractuales. 
Siempre que se enfadaba, se marchaba al campo y no volvía hasta que se lo rogaban.


No era lo único que contestaba y Jack Warner lo renombró "El Beligerante Profesional". 
Cagney estaba en contra del boato hollywoodiense, de sus demandas, de las estrecheces del estudio, de trabajar más de la cuenta y de todo lo que olía a capitalismo salvaje. Por entonces, se le acusaba de izquierdista radical y se le veía envuelto en partidos y grupos de movimiento social.
Se calmó cuando regresaron tiempos de guerra y el esfuerzo patriótico requería sentimentalismo.
Se cuenta que "Yankee Doodle Dandy" fue un proyecto por el que apostó uno de sus hermanos, convencido de que así desterraría la sombra del comunismo de la imagen de Cagney.


Rodada en los momentos del ataque a Pearl Harbor, "Yankee Doodle Dandy" era una biografía azucarada hasta el punto de la hagiografía sobre la vida y milagros de George M. Cohan, aclamado entertainer de Broadway y compositor de himnos patrióticos.
Cagney se entregó de tal manera que llegó a superar al biografiado y la película debe mucho a su presencia. 

"Yankee Doodle Dandy"

Interpretación tan completa, donde hacía llorar y reír, mientras bailaba y cantaba de una manera prodigiosa, entusiasmó a la audiencia y también a la Academia. En un año tan flameado de bandera como 1942, Cagney se alzaba con el Oscar.
En "Yankee Doodle Dandy", mostró su habilidad para el musical, tristemente poco explotada en el cine. 
En "Desfile de Candilejas", stravaganza de Busby Berkeley, ya había tenido oportunidad de subir la pierna y dar esos pasos impresionantes, heredados del vaudeville, que encontrarían aún mayor espacio en la película que le dio el Oscar.


En los años cuarenta, se fue de gira con las canciones de "Yankee Doodle Dandy" para animar a las tropas, mientras preveía montar productora propia. 
Las películas no fueron bien y quedó asimilada a la Warner. A ella volvía, y de qué manera. 
Tras veinte años sin incorporar a un gángster, encontraba uno aún más malvado, más loco y sin redención posible. 
La cosa se llamó "White Heat", señor clásico del género criminal, vestido de tragedia freudiana. Cagney era un canalla avejentado en "White Heat", pero todavía con la pegada de antaño.
Y el actor explosivo por excelencia estallaba por los aires en la secuencia final, de nuevo derecha a los anales de la Historia del Cine.

"White Heat"

El interés por James Cagney se mantuvo saneado durante los años siguientes. 
Entre sus más aclamadas interpretaciones, se alinearon "Ámame o Déjame", tenso melodrama musical sobre la terrorífica relación entre un gángster cojo y una prometedora cantante, y "El Hombre de las Mil Caras", para la que incorporó al mismísimo Lon Chaney.

Maquillado para "El Hombre de las Mil Caras"

A lo largo de su trayectoria, James Cagney fue un actor querido por los críticos y el público, entendido pronto como respetable y aceptado también en filas secundarias, donde daba el mismo calor que cuando se encamaraba encima del título.
Llegaron los sesenta y se las veía formidable a las órdenes de Billy Wilder como el alocado ejecutivo de Coca-Cola en el Berlín de "Uno, Dos, Tres". 
Fue broche de excepción en el crepúsculo de sus años en Hollywood y buena prueba de su ductilidad, en esta ocasión, para la comedia.

"Uno, Dos, Tres"

Pero Cagney recordaría el rodaje como una mala experiencia y señaló a Horst Buchholz como el responsable de gran parte del fastidio. 
Cundía el desánimo y, para James, su carrera sólo podía conjugarse con entusiasmo, así que anunció retiro. Durante aquellos años, se movía entre Nueva York y sus retiros campestres con su habitual frecuencia, mientras la diabetes era el diagnóstico que empeoraba su salud en instantes de vejez.
Aún del brazo de su Billie, aseguraba que nunca le había sido infiel. Sólo Merle Oberon fue tentación, allá en una gira durante la Segunda Guerra Mundial, pero no cedió. En cualquier caso, su vida privada siempre fue asunto que no entraba en sus entrevistas.
Los años habían conservado su talento, aunque sus energías políticas habían cambiado de signo. De ser un acalorado democráta en los años treinta, la senectud lo encontraba conservador, perdido en los nuevos tiempos y apoyando a Ronald Reagan.
Recuperarse de un ataque necesitó de un complemento brillante y accedió a volver al cine. Sucedía en 1981 para Milos Forman, con una breve intervención en "Ragtime". 

"Ragtime"

Tras esa aparición, sólo daría otra para televisión, antes de que la salud lo confinase a una silla de ruedas y lo apartase de la esfera pública para siempre.
En 1986, con unos ochenta y ocho años, James Cagney cerraba el telón de su vida, mientras el cine perdía nada menos que un auténtico mito.


James Cagney, gran estrella y aún mejor ejemplo, por tantas y variadas razones. 
Venció en una fábrica de sueños sin ser una cara bonita y ganó sin renunciar a sí mismo. Apuntaría muchas veces que, en todas sus interpretaciones, había la huella de sus experiencias vitales, desde las más gratas hasta las más difíciles. Quizá también la garra de la que se valió para superarlas. 
Porque James Cagney es la imagen de cómo hay que entregarse al arte, a las historias, a la vida: con ganas, con seguridad, con la voluntad de demostrar la valía personal e imponerla.
Desde disfrazarse de mujer en la línea de un coro de vodevil hasta hacer vibrar las pantallas inmortales, con el genial James Cagney, la timidez se fue a la mierda y la pasión ganó siempre la hermosa partida.

Lo Que Hollywood Enseñó

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Contestar a Hollywood - dudar de sus logros, rebatir su eficacia, ridiculizar sus proezas, insistir en sus deficiencias - es una costumbre habitual en la cinefilia, que se entiende como aquel que replica a un padre temible, al que, a pesar de los pesares, quiere con toda su alma.
A propósito del cine norteamericano, se puede decir que todos sus hallazgos fueron prestados. Sus mejores y más clásicas películas viven de influencias y muchas de ellas están firmadas por directores extranjeros; en ellas, se puede apreciar lo que tomó de las novelas decimonónicas, de la ópera italiana, de las vanguardias artísticas y hasta del Kabuki japonés. Y, cuando se quiso maduro, allá por los años sesenta, se desvivió por imitar a los nuevos y jóvenes directores que le respondían desde Europa y Asia.
¿Cuál es el logro entonces?
Además de su imponente esfuerzo de producción y su musculatura industrial, pasa precisamente por ser capaz de integrar todas sus influencias y hacerlas suyas, de introducirlas en películas inmensamente populares y soberanamente entretenidas, que conquistaron al mundo.


Son muchas las deudas que Hollywood tiene con el resto del planeta, pero hoy hablaremos de cómo el cine norteamericano lo cambió todo. 
Ha vendido gato por oro, nos ha hecho creer que Cleopatra era blanca, que Oskar Schindler era un héroe y, de manera significativa, que el capitalismo es bueno. A sus imágenes, se ha prendido el consumo y el consumismo.
Pero también ha construido los sueños de miles de seres humanos y labrado las inspiraciones de multitud de cineastas. Sin el cine norteamericano, no existiría el cine. Y, sin sus entrañables fallos, no existirían las fabulosas correcciones que llegaron de allende los mares.
Nacido en un momento clave de la Historia, es curioso que el estilo de vida norteamericano en imágenes triunfase y arrasase en los países que fueron sus enemigos durante la contienda bélica. Alemania, Italia y Japón fueron sus mejores aprendices.


El cineasta Yasujiro Ozu confesó que creía que su país ganaría la guerra hasta que vio "Fantasía", de Walt Disney. "Si los americanos podían hacer películas así, nos iban a vencer".
Si hablamos de obra de Hollywood de impacto, debemos empezar, necesariamente, por "Lo Que El Viento Se Llevó".
Ante todo lo que se pueda decir de la película en sí, se impone la verdad de que la saga de Escarlata O'Hara cambió el juego para siempre.
Y toda filmografía nacional que se quiera industria sabe que debe confeccionar una superproducción de similar fasto.


En la India, "Lo Que El Viento Se Llevó" gustó tantísimo que definió el corte de las películas de Bollywood: larguísimas, opulentas, fuertemente coloridas, trágicas, aunque optimistas, donde el protagonista recorre el duro camino de los harapos a la riqueza.


"Lo Que El Viento Se Llevó" contó la Historia a ras del suelo, en el que un personaje ficticio se dice reacio a entender lo que está ocurriendo en su destruido mundo, y, finalmente, se convierte en un símbolo de su tiempo cambiante. ¿El quid de la cuestión? Es un cuento visto desde la perspectiva de una civilización decadente y derrotada.
Derrotado también estaba el Príncipe Fabrizio de Salina de "El Gatopardo" ante un mundo que se arruinaba a sus ojos.
Pese a que su discursiva sea más compleja y profunda, la película de Luchino Visconti es la respuesta italiana a "Lo Que El Viento Se Llevó" y está entendida como superproducción de la misma manera.

"El Gatopardo"

Y en una saga triste y sin colores de procedencia japonesa llamada "La Condición Humana", también encontramos el sello de Escarlata O'Hara. 
Una duración de nueve horas y las suntuosas coreografías de cámara de Masaki Kobayashi nos cuentan el Japón que perdió la guerra, a través de los ojos de un pacifista que sigue adelante, pese a la miseria y el corazón roto.

Tatsuya Nakadai en "La Condición Humana"

"Lo Que El Viento Se Llevó" es ejemplo de que el cine de Hollywood está hecho de momentos cumbre, donde el drama se intensifica y la música sube de volumen, para emocionar, epatar, conquistar los sentidos de los espectadores, tenerlos sujetos. 
Y hacerlos llorar como niños.

Shirley Temple

Si algo descubrieron los cineastas norteamericanos fue la exposición sin vergüenza ni complejos de la pena humana. El protagonista está triste y llora; el espectador hará lo propio. 
El cine de llorar fue de especial relevancia en países donde expresar los sentimientos de esa manera no era habitual.
Así la necesidad de que el espectador llore se convirtió en la urgencia porque la nación entera lo haga. 

Catherine Deneuve y Nino Castelnuovo en "Los Paraguas de Cherburgo"

Los rudimentos básicos, las estructuras narrativas y las exuberancias formales fueron los crayones con los que se pintó Hollywood. Así se vendió a espectadores de todos los países, necesitados de universos optimistas, historias sencillas de entender e iconos de belleza y erotismo.
La posguerra articuló el cine como una cuestión sentimental, por su entidad de refugio, y en el caso de la triste noche española, "Gilda" y las películas de Alfred Hitchcock se harían santo y seña de toda una generación. 


La adoración por las estrellas fue más allá de la estrategia comercial y se hizo una verdad íntima, apegada a las emociones. 
Ahí tenemos a la protagonista de "Primavera Tardía", de Yasujiro Ozu, que asegura que su prometido se parece a Gary Cooper. 
Sutil consuelo melancólico: si es guapo como una estrella de cine, al menos no será tan terrible casarse con un hombre desconocido.

"Primavera Tardía"

Gary Cooper también era cosa para encomendarse en momentos de aflicción, como demostró Pilar Miró en su película-confesión "Gary Cooper, Que Estás En Los Cielos".
Insiste en esa idea de consolarse con la inalcanzable perfección del macho del Viejo Oeste, ese que librará de todo mal.


Ante la ebullición de los directores internacionales en los años cincuenta, sesenta y setenta, Hollywood atendió, asimiló, desechó. 
Su mayor descubrimiento, venido del Extremo Oriente, se llamó Akira Kurosawa, quizá el cineasta japonés más devoto del gran espectáculo al estilo Hollywood.
En su "Yojimbo", no había nada más y nada menos que una revisión en toda regla del western.

"Yojimbo"

Y, como decíamos la semana pasada, Italia puso oídos y manos a la obra para crear el spaghetti-western, según el esquema de "Yojimbo" y revolucionando un género por el camino. 
Cambiaba el paisaje, replicaba las faltas de Hollywood, si bien es evidente que los artífices del spaghetti-western amaban América con obsesión.
Sergio Leone contó Estados Unidos desde la fascinación y su fastuoso epílogo cinematográfico se llamó, cómo no, "Érase Una Vez En América".
Aparece como el supremo pastiche del género gangsteril y como el definitivo homenaje a las formas y tragedias que Hollywood vendió como propias.

"Érase Una Vez En América"

El exceso y la lacrimogenia son dos factores esenciales para entender la conquista de Hollywood, pero también su revestimiento estético. Hablo del uso del color.
"Lo Que El Viento Se Llevó" puso el color como condición inexcusable para perpetrar grandiosidad. Y qué colores. 
Amarillo, azul y rojo pintóse el Technicolor y, desde esa paleta básica, se contó otro episodio del hipnótico kitsch del cine norteamericano.

Jane Wyman y Rock Hudson en "Sólo El Cielo lo Sabe"

El cromatismo restallante expresaba lujo, pero los melodramas de Douglas Sirk lo aprovechaban para cernirlo amenazadoramente sobre sus protagonistas. Ese uso del color imposible para remarcar tensiones sería bien atendido por cineastas extranjeros.
Rainer Werner Fassbinder, compatriota e hijo putativo de Douglas Sirk, calcó la escenografía de su maestro para contraponer la artificialidad circundante con el sufrimiento propio.

"Todos Nos Llamamos Alí"

Y para Luchino Visconti, heredar el color hollywoodiense era señal de lujo, pero también expresión de la decadencia.

Helmut Berger en "La Caída de Los Dioses"

Esa identificación del rojo como motivo del gran drama se halla también en la paleta de directores contemporáneos. Es el caso de Wong Kar-Wai, que vistió de colores hollywoodienses su ecléctica e internacionalista  "In The Mood For Love".

"In The Mood For Love"

También rojo para el mexicano Arturo Ripstein en la propiamente titulada "Profundo Carmesí", donde, además, la protagonista asegura que su amorcito es igual que Charles Boyer.
Nuevo guiño a la pegada del viejo Hollywood, que iba con facilidad de la obsesión hasta la alienación.

"Profundo Carmesí"

François Truffaut era uno de los amantes del cine norteamericano que lo contradecía a la par que lo honraba. 
Una de sus películas se llama, sin más preámbulos, "La Noche Americana". El título obedece a las curiosas noches de los títulos del Hollywood clásico, donde se puede observar que están rodadas de día.

Jean-Pierre Léaud y François Truffaut en "La Noche Americana"

"La Noche Americana" ganó el Oscar a la mejor película extranjera, premio que funciona como esa llamada a los mejores del cine internacional y, a veces, una elección mucho más acertada y arriesgada que el premio gordo de la noche.
Esos Oscars han sido entendidos como las propias superproducciones: un acontecimiento mundial, al que hay que atender, desde Nueva Escocia hasta Bujumbura.
Los productos de Hollywood saben de la anticipación y del evento. Hacerse necesarios es esa lección que enseña a todo país o filmografía que aspire imitarlo. 

El japonés Ken Watanabe y la francesa Marion Cotillard en "Inception"

Lástima que, tras ser deslumbrante y después de madurar, encontrase la incómoda realidad de que no tenía que ser bueno para seguir conquistando al mundo entero. 
Fue entonces cuando, también aprendido de una lección europea, descubrió que era más decisiva la promoción que la calidad de las películas.
Hoy continúa siendo el imperio que fue, dividido en todas las ramas posibles del entretenimiento, infiltrado en los lugares más recónditos del planeta, gracias a las nuevas tecnologías.
Sus títulos ganan siempre y el mercado internacional es precisamente quien salva muchos de sus errores domésticos.


Hollywood es el temible rey que porta la Biblia del cine en sus manos.
Podríamos entender que todo lo que se ha hecho fuera de sus límites son los añadidos a ese texto sagrado, los justísimos apuntes, los márgenes necesarios, que dieran fruto a un texto revisado.
Texto que se olvida en función de estrategias de marketing, modas o el simple hecho de que todo lo hacen - y lo hicieron - para ganar dinero. 
Aún así, entre sus imágenes, pervive un generoso espacio para otro factor que los hizo merecedores de esa corona: la dulce, dulcísima sorpresa.

Escribir Qué

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Nosotros, los que nos atrevemos a poner por escrito una idea, un acontecimiento o un recuerdo tenemos cierta verborrea de masoquistas. No paramos de repetir lo doloroso que es escribir. 
Es un comportamiento prototípico de los artistas: quejarse, no dormir, obsesionarse, beber más de la cuenta, frustrarse e ir por la vida con ojeras y mirada de maldito. 
Qué poco se habla del placer de la escritura. Qué poco se deja fluir el goce de compartir palabras sobre un texto, mientras se vive más pendiente del sufrimiento y del trabajo que implica.
Hoy podría hablar nuevamente de mis agonías escriturarias - es de lo que escribo cuando escribo sobre escribir -, aunque he pensado que mejor cuento sobre su disfrute y quizá lo comparto con vuecencia, el lector. Hasta podríamos escribir algo juntos.
El otro día, leí algo acertado sobre la escritura, tal vez un tanto americano, pero cierto. "Sólo fracasas cuando no escribes". Y es la verdad. 
En el momento en que las mierdas se acaban y se deja que los dedos toquen el teclado como quien ejercita su música sobre un piano, el terror a la oscuridad de la narrativa es mucho menor. Estás nadando y puede que te ahogues, pero nadie te quita la victoria de haberte lanzado al agua de cabeza.


No hay que tener miedo para escribir. Es la primera regla y la única. Sería tan ambicioso como no tener miedo a la vida en general, aunque, como todo en esta existencia, hay que intentarlo. 
Los escritores pensamos demasiado, la inseguridad nos carcome y, además, vivimos en un mundo donde, no sólo está todo inventado, sino también todo comentado. 
Antes que creadores y mucho más que espectadores, somos jueces y críticos de lo tantísimo que vemos y leemos en el universo multipantalla. 
Por eso es tan complicado crear algo por seres de opinión formada, esos que tienden a minusvalorar el arte ajeno.
Cuando se ejercita el propio, se entiende de la dificultad. De la dificultad de afinar, de comunicarlo, de conseguirlo, en definitiva.


Personalmente, he encontrado gran provecho en la sencillez. Quizá porque escribo rápido y la prisa implica ser ahorrativo.
De paso, encontré que así se comunica mejor la idea, sin florituras ni meandros. ¿Acaso escribir ha de pasar por una estrategia hollywoodiense? Al grano, melodrama y todos lloran.
En cualquier caso, el estilo, la dosificación de las palabras, el ritmo y las estrategias emocionales vienen con la práctica. Porque hay que practicar. Practicar mucho. 
Yo escribo todos los días y, aún así, escribo muy poco para lo que debería. Nunca se escribe suficiente y siempre, siempre se puede escribir mejor. 
¿Qué escribimos hoy? ¿Un guión cinematográfico? ¿Un cuento? ¿O vamos derechos a la novela para hacernos ricos, célebres e inmortales de un solo golpe?
La idea se dice lo principal y también lo más difícil de conseguir. Es la pasta base y el motivo por el que embarcarnos en la aventura. 
Habría que señalar que tener una idea o arrancarse inspirado de entrada está sobrevalorado. Porque las ideas y la inspiración se pueden encontrar por el camino. 
De hecho, es donde se halla lo mejor, lo que no sabías, lo que has descubierto cuando has colocado palabras, cuando has discurrido. 
En mi caso, si esperara a que me llegara la musa, con lo vago que soy, no hubiese escrito nada jamás.


Muchos de mis profesores insistieron en la sinceridad. Se es infinitamente mejor cuando se escribe de lo que se conoce, aseguraron.
Es lo mismo que le dijo el Profesor Bauer a Josephine March. Déjate de folletines de espadachines y escribe algo sobre tu familia, especialmente ahora que tu hermanita está a punto de espicharla.
Ese es un consejo para escritores alevines, que deben hallar la voz propia. Porque la ficción también pasa por inventarse mundos propios, contar mentiras enormes y venderlas como cosas fidedignas. 
Yo, que tengo un afán por la verdad y la precisión documental, inventar y disparatar es lo más difícil. Miento fatal.
Así que, ¿escribir qué? ¿Alguna idea en la sala? ¿Un pie forzado con el que comenzar un argumento? Toquemos un poco de melodrama en este piano, ¿sí?
Imaginemos la imagen de cuatro hermanos, de distintas edades, todos muy jóvenes, delante de la casa. El mayor tiene apenas diecinueve años. 
Una cámara de televisión recoge sus caras, desorientado uno, afligida la otra, fastidiado el de más allá, llorando el más pequeño. 
Ha sucedido algo esa mañana y la cámara de televisión, que nos cuenta la tragedia, sube y sube hasta la ventana del primer piso de la casa. Por ahí cayó su madre, dejándolos huérfanos esa mañana.
Las noticias hablan de suicidio, muchos de los vecinos se lo creen y otros lamentarán cuando los niños se encierren en la casa hasta el día en que el inevitable deshaucio se los llevará de allí.
Crecerán entre la delincuencia obligada para sobrevivir, protegiéndose entre ellos con obsesión, los mayores ejerciendo de padres indisputables sobre los pequeños, y siguiendo adelante sólo con la noción de que tienen que vengarse.
Porque la mujer no cayó, sino fue asesinada aquella mañana, y entonces la imagen cambia, se acelera años después y nos trae a los hermanos en círculo devolviendo el golpe.
Un chico de su misma edad es apedreado hasta la muerte en un monte solitario por los huérfanos, ahora crecidos y taimados, que sabían desde el primer día quién había matado a su madre, que esperaron el momento hasta lanzarse como locos a por los hijos del asesino.
Oh, cómo me gusta el melodrama. 
¿Y si hacemos algo de ciencia ficción? 
El futuro. Las Hostilidades arrasan el planeta y ha llegado el toque de queda.
Tú y yo nos enamoramos, pero ahora pasamos hambre en este piso desolado, donde no queda nada. Nos queda odiarnos. Nuestro perro se ha cagado en el pasillo. Hace rato que dejó de ladrar. Probablemente ha muerto.
Llegará el Apocalipsis, mientras yacemos en la cama, uno al lado del otro, ciegos de inanición. No era en 2012. Los monjes medievales contaron mal. El calendario estaba equivocado desde el principio. Era en 2013 y era hoy, justo hoy. El futuro era hoy. Da igual. Antes de que se acabe el mundo esta tarde, sacaré fuerzas para matarte yo, amor mío.
Qué artificial todo, qué poca sinceridad, todo está tan visto, leído, superado y olvidado, diría el protestón, diremos nosotros. Escribamos mejor sobre la historia de nuestros padres. 
Tomemos esta foto de los años setenta. En blanco y negro, por supuesto.
Los dos, en bañador, en una playa. Veranear por entonces era casi una novedad, poco menos que un atrevimiento. La pareja se atrevía a disfrutar de la vida, nada menos.
El bañador completo de ella apenas disimula la barriga. Por fin lo consiguieron. Tres años de matrimonio y, nada, no llegaba el niño. Fueron a médicos, se pusieron tristes, meditaron sobre si habían hecho algo mal. El día menos pensado, sí, estaba embarazada.
En verano, fueron a la playa y se hicieron una foto. Un turista alemán los retrató, ahí para la posteridad, mientras ellos tenían la sensación de que habían hecho lo que tenían que hacer. Una casa, un trabajo, un coche, un matrimonio, un bebé. Todo lo que ofrecía el mundo que conocían. La vida era aquello y nada más. 
En esa playa, en ese instante, se permitían congelar ese momento, quizá por si alguien les pedía cuentas, tal vez con la sombra de que cayera una desgracia que lo cambiara todo. Querían que el mundo recordarse que, al menos, lo intentaron.
Míralos, nuestros padres, quién puede creer hoy que, cuando se hicieron esa foto, no tenían ni veinticinco años de edad. Dos niños crecidos. La vida era aquello.


Ha sido bonito tocar el piano hoy. Más lo será mañana.
No tengo ninguna certeza sobre nada en particular, sólo que sé que soy mejor escribiendo de películas.
Y así, te informo que mañana comienzo otro blog sobre cine, accesorio a éste, que presentaré aquí, en "Imitación A La Vida".
Nos escribimos, nos leemos.
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